El gran showman

De El gran showman puede decirse lo mismo que de La, la, land, la cinta que resucitó el musical el año pasado y con la que aquella guarda no pocos parecidos, además de compartir el equipo responsable de sus canciones: está hecha para gustar. Es una película visualmente arrolladora, que es imposible seguir sin tararear internamente sus canciones, sin mover los pies, sin soñar y sentirse deslumbrado por esa explosión de color y de sonido. Estamos a 14 de enero y espero ver mucho y muy buen cine este año, pero no creo que sea fácil que vea este año muchas películas tan irresistibles, bonitas de ver, inspiradoras y hermosas como esta. Es una maravilla. 

La cinta, dirigida por Michael Gracey y en la que Hugh Jackman demuestra de nuevo que es un monstruo interpretativo, cuenta la historia real de Taylor Barnum, inventor del circo, "el mayor espectáculo del mundo". Juntó a personajes peculiares y despreciados por la sociedad y los subió a un escenario para fascinar y epatar. Hubo resistencias, protestas, ataques a ese invento circense. Pero cautivó a miles de personas, que vieron algo que jamás habían imaginado si quiera. El personaje del filme, hijo de un sastre, de origen humilde, intentó llegar lejos, codearse con la alta sociedad, aunque se encontró con no pocos recelos de quienes, en ese eterno debate sobre arte erudito y entretenimiento para las masas, jamás reconocieron su invento como una demostración cultural valiosa. 



La historia real narrada en el filme, entre canciones pegadizas y planos de una belleza descomunal, dialoga con la propia película, con el propio concepto del cine. Porque el cine sirve para mucho más que para entretener, por supuesto. Pero, sobre todo en su origen, el cine era, en esencia, eso que fue el circo para los espectadores de los espectáculos organizados por Barnum: una puerta abierta a la imaginación, en la que todo es posible. Un lugar en el que sentirse deslumbrado, en el que quedar boquiabierto por lo que se está presenciando, en le que soñar, en le que nada es como en la gris realidad de fuera. Un espacio, en fin, para volar, para tocar el cielo, para ser feliz y quedar asombrado. El cine, naturalmente, también recibió críticas en su origen. Eso no era arte, decían. Eso no se puede comparar con el arte de verdad, es mero entretenimiento barato para la muchedumbre. Los cacahuetes, con los que despreciaban a Barnum porque es lo que comían los espectadores del circo, serían como las palomitas, que pronto se asoció al cine, ese chusco espectáculo que nada tiene que ver con la ópera o el teatro.

Ese mismo elitismo, ese mismo rechazo de críticos muy serios que no reconocen algo que se escapa a sus convenciones, pero que resulta que fascina al público, se ve casi a diario, con esa manía que tenemos por poner fronteras entre alta literatura y libritos para entretenerse, entre cine de calidad y películas palomiteras. "Un crítico musical que no se emociona con el teatro, ¿quién es el farsante?", le pregunta el protagonista a un periodista que hace una crítica pésima del circo de Barnum. El mismo que, pasado el tiempo, le reconoció que juntar a personas de toda clase y condición (mujeres barbudas, sirvientes, enanos, gigantes...) en un escenario, como iguales, era "una celebración de la humanidad". Al final de la película leemos una frase del personaje en la que afirma que "no hay mayor arte que hacer feliz a los demás". Es lo que pensaban los espectadores de su circo y es lo que pensamos, deslumbrados y tarareando las canciones de este luminoso musical, quienes vemos El gran showman. 

Hay varias subtramas en el filme: la de los personajes que vivían en las sombras y que, gracias a Barnum y el circo, salieron a la luz y nunca más tuvieron miedo de mostrarse cómo eran; la relación personal del protagonista con su mujer, de la que se enamoró desde niño; y una historia convencional de amor, protagonizada por un decente Zac Efron (quien sigue sin ser el sumun de la expresividad) y Zendaya (magnífica). Además de un buen sabor de boca, esa sensación sencilla pero fabulosa de haber disfrutado mucho y haberse dejado envolver por un mundo de fantasía durante cerca de dos horas en una sala de cine, el filme deja varias escenas memorables. El comienzo, espectacular, en el que el protagonista imagina su futuro; la canción con la que, con maestría, avanza la historia de amor con su futura esposa, interpretada por Michelle Williams; u otra escena en la que los personajes del circo cantan a la diferencia y proclaman que no se volverán a esconder, son tres de esos momentos fabulosos de un filme que recomendaría sin dudar a todo el mundo, salvo a quienes no les agrade el género musical, ese que resucitó Damien Chazelle el año pasado y al que deseamos una larga vida. 

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