Cataluña: sectarismo en dos direcciones

El otro día leí el sumario de un artículo de opinión sobre Cataluña. Decía algo así como “no se puede despreciar a la mitad de la población catalana”. No sé a qué mitad de la población catalana se refería el articulista, aunque lo intuyo. Pero es lo de menos. Lo importante es que, a uno y otro lado, hay personas indignadas (con razón) con que quienes piensan distinto a ellos no las respeten, pero que luego muestran escasa disposición a respetar a los de enfrente. Y, aun a riesgo de ser tildado de equidistante, ahí reside quizá el gigantesco problema político que vivimos en España estos últimos meses. Están los que califican de fascistas a quienes no están de acuerdo con la independencia de Cataluña, que a su vez no dejan de pedir respeto para sí mismos, y quienes presentan como peligrosos delincuentes a dos millones de personas que defienden un proyecto político distinto al suyo, que a su vez también están muy molestos porque los que piensan diferente a ellos no les tomen en serio. 


Entre intentar dar soluciones políticas a un problema monumental que es, sobre todo, político, y ridiculizar a dos millones de personas que piensan distinto, muchos, demasiados, han optado por lo segundo. Allí y aquí. De unos y de otros. Entre intentar restablecer la convivencia y acordar una salida pactada que convenza a todos, de un lado, y buscar el escarmiento y la derrota por aplastamiento del rival, de nuevo, la balanza parece inclinada, allí y aquí, hacia la segunda opción. Y así nos va. Surge un movimiento, Tabarnia, que se presenta como un espejo que situar enfrente de los independentistas, pero resulta que opta por ridiculizar a todo aquel que no piense como ellos. Lo hace, además, con nula vocación de acuerdo o de convivencia, ya que declara que se plantea ser la pesadilla del independentismo, lo cual suena muy contundente y muy guay, sólo que el independentismo no es un ente abstracto, son dos millones de personas con idénticos derechos a los suyos y que merecen el mismo respeto, ese que los sectarios de un lado y otros reclaman para sí sin dárselo al de enfrente. Como hay media población de Cataluña que no nos respeta ni nos tiene en cuenta, parecen decir, nosotros haremos lo mismo con ellos. Ya está. Problema resuelto, pues. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? 

Es evidente que en Cataluña hay una división extraordinaria en la sociedad. El sentido común llamaría a intentar tender puentes, pero salvo contadas excepciones, los políticos de uno y otro lado están haciendo justo lo contrario. Se busca ridiculizar al de enfrente, por cualquier motivo. Se grita muy exaltado que los de al lado deben respetarme, porque hay muchos que piensan como yo, pero a la vez se le se niega el más elemental respeto al que tiene otras ideas. No sólo se considera que la opinión de cada uno es la correcta (lógicamente, si se creyera lo contrario, se cambiaría de opinión), sino que además se le niega al de enfrente la capacidad de tener sus propias ideas. Es totalmente imposible que alguien igual de inteligente que uno (¡o incluso más!) sea un vil independentista o un perverso españolista. Negamos la opción de que alguno de esos dos millones de personas que piensan distinto a nosotros realmente pueda pensar distinto a nosotros. No, qué va. No es eso. Es mucho mejor presentarlos como unos pobres infelices manipulados por las fake news (que siempre son los otros). Si realmente tuvieran capacidad de pensar, pobrecillos, no tendrían otra opción que defender exactamente los mismos argumentos que nosotros. Y hasta con las mismas palabras. No cabe otra opción. 

No sé qué intenciones tendrán los partidos independentistas a partir de ahora. Desconozco si asumirán que no tienen mayoría social suficiente para plantear de nuevo la vía unilateral de la ruptura y desde luego no para saltarse las leyes. Tampoco sé qué piensan los partidos no independentistas. Desconozco si se darán al fin cuenta de que la mitad de la población de Cataluña tiene unas ideas radicalmente distintas a las suyas y que es un reto político al que deberán dar respuestas políticas

Me preocupa la capacidad de los políticos, y no sólo de los políticos, de vivir en realidades paralelas. Esa capacidad que les permite, por ejemplo, menospreciar una manifestación multitudinaria o ensalzarla en función de quién la convoque. Esa capacidad mágica de poner el foco en el radical de turno de los de enfrente, para hacer creer que todos los que comparten sus ideas son igual de patanes que él, al tiempo que no se ve el menor exceso en su propio lado. Esos alaridos lamentando los mensajes en Twitter de los más excéntricos y nauseabundos de enfrente, mientras se mantiene un pasmoso silencio ante las barrabasadas de los propios. Ese absoluto convencimiento de que los de al lado se educan en unas escuelas execrables que manipulan de día y de noche a los pequeños, por ejemplo. En todas y cada una de las escuelas, sin excepción. A diferencia de lo que pasa en tu país, donde todas y cada una de las escuelas, también sin excepción, son impecables y no hacen el menor adoctrinamiento político de ningún tipo. O esa convicción de que los de enfrenten promulgan el odio, todos y a todas horas, contra ellos, mientras ellos y los suyos son un remanso de paz y amor al prójimo. Esa fastuosa habilidad de detectar la flagrante falta de pluralidad en la tele pública de los de al lado, que de pronto se pierde como por un embrujo cuando se sintoniza la propia. 

Por ejemplo, unos pocos independentistas pidieron boicotear un documental sobre Serrat en TV3, programa que fue lo más visto del día en su franja horaria en Cataluña. Hay quien parece querer decir que los dos millones de independentistas están representados por estas personas, en vez de aceptar que son cuatro radicales fanáticos alérgicos a la diferencia e incapaces de escuchar a alguien que piensa distinto a ellos o, peor aún, de apreciar la música creada por alguien con quien no comparten posicionamiento político. Cuatro tipos que sólo se representan a ellos y a sus pocas neuronas. Pero qué más da, con lo que parece divertir a tantos ridiculizar a todos los independentistas y asociarlos con los más radicales de los suyos. Igual que hay independentistas que creen de verdad que los dos millones de votantes de opciones no independentistas, todos ellos, celebraron con júbilo las cargas policiales del 1 de octubre y son unos malvados opresores. Es evidente que no es así y no pocos no independentistas criticaron los excesos de la actuación policial aquel día. Pero, de nuevo, da igual. Que nada te despoje de tus prejuicios. No hay nada peor que un fanático, “alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”, en perfecta descripción de Churchill. Sucede que cada vez uno ve más personas, a un lado y otro, que sorprendentemente tienen una capacidad sobrehumana de detectar a sectarios, pero siempre, siempre, de los de enfrente, jamás de los que piensan igual que él. 

Muchos celebraron la chirigota que simulaba una decapitación de Puigdemont en el Carnaval de Cádiz como una muestra de la libertad de expresión que es, sobre todo en un ambiente satírico como el del carnaval en la tacita de plata. Y fue magnífico ver tanto compromiso con la libertad de expresión y con el derecho a ofender de los artistas sin ser sancionado ni condenado por ello. Pero, honestamente, ¿cuántas de esas personas que han festejado la broma gaditana hubieran puesto el grito en el cielo si en un programa de humor de TV3 se hubiera simulado la decapitación de Rajoy o del rey Felipe? 

Quizá, qué locura, la convivencia pueda empezar a reestablecerse si se aparcan los proyectos de máximos y las palabras gruesas, si se reconoce al de enfrente como alguien igual de respetable que el de al lado, sólo que con ideas distintas. Puede que funcionara, para variar, intentar entender al que piensa diferente. Quizá muchos independentistas se sorprendieran al ver que sus conciudadanos que votan a opciones distintas a las suyas no casan con la caricatura malvada con la que los ridiculizan. Y puede que muchos no independentistas comprendan que también hay catalanes partidarios de separarse de España sencillamente porque creen en ese proyecto político, no porque odien visceralmente a los españoles ni porque sean delincuentes peligrosos que aman incumplir la ley y, entre atracar un banco y promover la independencia, se quedaron con esta última opción tras una ardua reflexión. 

No se trata de cambiar la opinión política de nadie, aunque la política va también de intentar seducir y convencer, no de insultar al de enfrente. Pero eso quizá sea mucho pedir. Quien crea que la unidad de España es un bien sacrosanto, como si sus fronteras estuvieran talladas en piedra desde tiempos inmemoriales y proponer una idea distinta fuera un terrible delito, puede seguir pensando lo mismo. El que considere que Cataluña tiene que abandonar España para prosperar, como si la corrupción de los políticos catalanes no fuera real y tuviera algún sentido la independencia en tiempos de UE y globalización, también puede creerlo. Sólo faltaría. Pero estaría muy bien, aunque sólo fuera por ver qué pasa, que respetara al de al lado, que no sólo leyera artículos de opinión para reafirmar sus ideas preconcebidas, que se diera una vuelta por Madrid o Barcelona, que no se saltara la ley ni defendiera retorcerla para atacar al adversario, que entendiera que si para él un trozo de tela es importante, también puede serlo otro con distintos colores para otras personas. Y quizá, así ya a lo loco, podemos empezar a reflexionar todos sobre los esfuerzos y los disgustos que nos está consumiendo este monotema. De cuántas amistades está separando, de cuántas inaceptables faltas de respeto está propiciando, de cuánto tiempo se está perdiendo, de cuánto daño se está haciendo a la convivencia. Ojalá el sectarismo dejara de circular en doble sentido. Tal vez sea utópico pensarlo, pero el discurso conciliador del nuevo president del Parlament, Roger Torrent, invita a aspirar a un final de la confrontación. ¿Por qué no lo intentamos? Parlem?

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