House of cards

Reconozco que carece de toda lógica, pero generalmente aborrezco las modas, basta que algo esté en boca de todo el mundo para que, de entrada, me genere cierto rechazo. No tiene ningún sentido, claro. Pero es así. Tiendo a ponerme un poco a la contra, a tomar distancia. Por eso, sigo con cierto escepticismo la moda de las series. Entre otras cosas, porque me sigue costando mucho creer que las obras maestras de la pequeña pantalla, las joyas de series, se cuenten por decenas cada año. ¿Dónde estaban todos esos creadores brillantes todo este tiempo? Hay una cierta burbuja, que alimentamos un poco todos, ensalzando a esta o a aquella serie como la gran creación de los tiempos modernos, cuando pocas veces lo son en realidad. Como todo lo que tiene un componente de moda, hay series para cada año, o casi para cada mes. De pronto no eres nadie si no está siguiendo Juego de Tronos, pero pronto el foco pasa a otra serie, y a otra y a otra más. Es un poco desquiciante, sobre todo para quienes no tenemos tiempo para seguir más que dos series a la vez. 

Hago este preámbulo para pasar a ensalzar una serie. Todo muy coherente. Llevaba tiempo con ganas de ver House of cards, que fue la serie del momento hace ya unos años, antes de ceder el testigo a otras, reemplazadas a su vez a la velocidad de la luz por nuevas series. Basada en la novela de Michael Dobbs, un antiguo colaborador de Margaret Thatcher que salió más bien decepcionado de esa época la lado de la mano de hierro, la serie proporciona una aproximación descarnada y nada complaciente al mundo de la política. Por momentos las tramas resultan excesivas, pero casi nunca inverosímiles. Se pasa por defecto, claro. Hay escenas que uno no imagina en la realidad. Pero otras, sin duda, sí. Y, desde luego, incluso detrás de la más exagerada situación, uno encuentra un poso de autenticidad, en esa lucha por el poder, en esa ambición desmedida. Hay componentes como la utilización del miedo con fines políticos, la elaboración de informes que utilizar contra tus adversarios políticos, el menudeo de millones y acuerdos para alcanzar pactos políticos, las traiciones al orden del día o la relación, generalmente insana, entre política y periodismo, que resultan muy reconocibles en esta serie.  



He visto House of cards del tirón, las cinco temporadas que se han emitido hasta ahora, ya está comprometida una sexta. La serie me ha atrapado y esta experiencia me hace reafirmarme en que el mejor modo de seguir una serie es esta, el modelo maratón, verlo todo de seguido, sin tener que esperar al estreno de un nuevo episodio cada semana o, peor aún, sin largos meses aguardando al estreno de una nueva temporada. Esta serie se sostiene, principalmente, en unos diálogos excepcional, casi teatrales. Es una historia política y es normal que el lenguaje, su perversión, su utilización, jueguen un papel clave. Por supuesto, los dos pilares de la historia son sus dos protagonistas: Francis Underwood (Kevin Spacey) y Claire Underwood (Robin Wright). Cada cual más ambicioso. Son un matrimonio que más parece una sociedad, una empresa, un pacto con el poder como fin. 

Desde el principio de la serie se observa que su relación no es una relación de pareja al uso. Se aman, sí. Pero a su manera. Y aman más al poder. Al comienzo de la serie, Frank está rabioso porque el presidente no le ha elegido como secretario de Estado, porque ha preferido que se mantenga como su hombre en el Congreso, el que arranca acuerdos para sacar adelante leyes, utilizando toda clase de estratagemas. Parafraseando a Woody Allen, de la política tal y como se refleja en esta serie podría decirse lo mismo que del sexo: sólo es sucia si se hace bien. Aquí es sucísima. Nadie es leal a nadie más que a sí mismo. Hay traiciones, venganzas, puñaladas por la espalda, tipos capaces de cualquier cosa para imponerse. Es una serie adulta, madura. El protagonista habla de cuando en cuando a la cámara, en uno de sus rasgos más característicos, relatando su partida de ajedrez, como maneja a todos alrededor. 

Los dos personajes principales, rodeados de su gente, a la que utilizan, y de sus enemigos, a los que destrozan, crecen a lo largo de la serie, que se sostiene sobre la relación entre ambos. Es un tratado de política, muestra también la función que debería desempeñar y pocas veces desempeña el periodismo, la utilización de los servicios de inteligencia con fines políticos, la capacidad de construir una realidad a la medida de las necesidades y las ambiciones del político de turno... Pero es sobre todo un drama shakesperiano, una relación intensa y muy compleja entre dos personas, Frank y Claire Underwood, que han dedicado décadas a construirse un futuro en el que la Casa Blanca es su meta. Y la relación entre ellos, cómo va cambiando, cómo pasa por mejores y peores momentos, cómo queda contaminada por los anhelos de cada uno, es lo mejor de House of cards, lo que mantiene el interés intacto pasadas cinco temporadas. Aunque la serie también tenga altibajos, aunque las dos mejores temporadas sean posiblemente las dos primeras, ya no importa, se ha conectado con los personajes, no identificándose con ellos ni admirándolos, sino aborreciéndolos y temiéndolos. No tomándolos como modelo de conducta, sino como ejemplo a no seguir. No como héroes, sino como villanos. Pero quién no se engancha con los villanos en las películas o las series. 

House of cards, cuya primera temporada se emitió en 2013, se ha encontrado con el contratiempo, no menor, de que la realidad le hace competencia. La serie fabula, de forma muy verosímil, con unos políticos ambiciosos y deslenguados dispuestos a todo, con el antihéroe en la Casa Blanca, con lo más despreciable y vil de la política. El hecho de que Donald Trump sea ahora el presidente estadounidense, inevitablemente, obligará a los guionistas de la serie a ir un poco más allá, porque si en la realidad estamos viendo actitudes y comportamientos difíciles de creer en el inquilino de la Casa Blanca, qué no tendrán que idear para la sexta temporada para consiga seguir sorprendiéndonos y cautivándonos una serie cruda y madura sobre política estadounidense. 

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