La hora del cambio

A pesar de que sociedades como la española y la italiana vienen rodeadas de la inmundicia de la corrupción, con escándalos pestilentes casi a diario, son pocas las películas que abordan esta lacra. Quizá porque ya está todo en los periódicos y las noticias, porque la realidad supera siempre a la ficción. Aún menos habitual es que se hagan películas relatando otra cara de la corrupción política, la menos amable para el espectador, la que hace autocrítica y obliga a una reflexión. Es lo que hace, con humor y lucidez, La hora del cambio, de Salvatore Ficarra y Valentino Picone, que bajo la capa de sátira desternillante y comedia alocada, excesiva y caricaturesca, da un bofetón, entre risa y risa, al espectador. Y acierta a plantear la triste verdad de que, tal vez, los políticos no sean una especie de marcianos corruptos e indignos que gobiernan a sociedades justas y honestas, como una plaga caída del cielo. Igual son más bien fieles representantes de su sociedad. 

El espíritu del filme puede resumirse en una frase que escuchamos en un momento de la película: "vosotros que queréis el cambio, ¿estáis dispuestos a cambiar?" La cinta es hilarante, por momentos parece una sucesión de sketch, una cinta burlesca sin más pretensión que hacer reír. Pero nunca es del todo eso. Sí deja un mensaje, y muy claro, para quien quiera entenderlo. La historia transcurre en Pietrammare, un ficticio (y sin embargo tan reconocible, así en Italia como en España) pueblo de Sicilia. Su alcalde es un cacique, el clásico político que lleva media vida medrando, con una red clientelar que aprovecha para aferrarse al poder y enriquecerse. "Vota a Patane sin preguntarte por qué", es el eslogan de su campaña a la alcaldía, para una reelección que todos dan por hecho. Frente a él se presenta el profesor Natoli, candidato del cambio, que intenta remover de la alcaldía al cacique para mejorar el pueblo y hacer cumplir la ley. 


Nada funciona demasiado bien en la localidad. El tráfico es un caos, la basura invade las calles... Pero el alcalde Patane paga con favores el voto de los ciudadanos. Todo cambia cuando se conoce que el alcalde no ha sido particularmente escrupuloso en el cumplimiento de la ley. Natoli gana las elecciones, para júbilo de sus vecinos. Llega el cambio. Un alcalde honesto, al fin. Alguien que no robará ni engañará. Se teme un vecino del pueblo que "los políticos se vuelven todos iguales cuando llegan al gobierno". Pero resulta que Natoli no se corrompe. Y resulta también que esa felicidad colectiva torna en preocupación. Porque, claro, está muy bien que por fin tengan un alcalde honesto, pero no gusta tanto que no haga la vista gorda ante las pequeñas irregularidades de sus vecinos. De pronto, tienen que pagar las tasas de basura que casi nadie pagaba, los trabajadores públicos tienen que cumplir su horario, llegan los guardias municipales a poder orden el tráfico... 

Al final, vaya por dios, todos querían un alcalde respetuoso de las leyes, pero no que les obligararan a ellos a ser cívicos y cumplir las normas. La cinta tiene un tono marcado de comedia, excesiva en muchas ocasiones, pero siempre con la crítica de fondo. Una crítica inequívoca y nada complaciente con el público del filme, al que está poniendo un espejo delante, para que veo cómo es fácil criticar las corruptelas de los políticos y pedir seriedad y respeto de las normas, pero luego cuesta más ser coherente y empezar el cambio que se quiere por uno mismo. El personaje del nuevo alcalde, insobornable, irá perdiendo apoyos a pasos agigantados. Sólo le quedará su hija, a quien ha enseñado la importancia de la honestidad, quien le admira como padre y como maestro vital."¿No va a cambiar nunca nada, verdad papá?", le pregunta ella en una escena del filme. Y el espectador, cuando dejan de sonar las carcajadas, se hace un poco la misma pregunta. Y celebra que una comedia con vocación de llegar al gran público, a la que no le faltan defectos y que en ocasiones desbarra y se vuelve demasiado caricaturesca, demasiado excesiva, pero que es muy entretenida, se atreva a incluir un mensaje nítido: para pedir honestidad y civismo al resto debemos empezar por cumplir nosotros mismos. 

Como comedia, el filme funciona bien, aunque sus bromas no son precisamente sofisticadas. Hay un grupo de personajes más bien estereotipados, como el perfecto cuñado que cree saberlo todo y que se arrima al sol que más calienta; el cura que da sermones sobre lo humano y lo divino pero que no es amigo de pagar impuestos; los vecinos que de repente tratan mejor a los familiares del señor alcalde, pero sólo hasta que ven que va a ser alguien rígido en el cumplimiento de las normas; los funcionarios que desayunan unas cuentas veces al día... Es de trazo grueso, por supuesto, el retrato del filme. Que nadie busque sutileza ni grandes profundidades. Pero, asumiendo que estamos ante una cinta burlesca, ante una bufonada, no olvidamos que sólo los bufones cantaban las verdades en las cortes hace siglos. Y ejercen bien ese papel Salvatore Ficarra y Valentino Picone en La hora del cambio, una cinta irregular y cómica que esconde una crítica social infrecuente y muy oportuna. 

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