Verano 1993

Verano 1993, la excelente ópera prima de Carla Simón, desmonta de una tacada tres tópicos muy extendidos sobre el cine. El primero son los recelos que despiertan en no pocas personas las películas protagonizadas por niños. Creen que tienden a ser tramposas (¿quién no se encariña de un niño?) y carecen de profundidad. Sin embargo, varias de las mayores joyas cinematográficas tienen a niños en pantalla. La cinta de Simón rehuye todos los riesgos de las películas que tienen a los niños como protagonistas, no hay ni rastro de sentimentalismo barato ni simplezas, y abraza todas sus virtudes: la verdad, la ternura y la delicadeza, sin perder un ápice de profundidad. 

Segundo tópico desmontado por Verano 1993: en verano no se estrenan grandes películas, porque la gente anda de viajes, de vacaciones, y los principales estrenos se dejan para el comienzo del curso en septiembre. La película de Carla Simón es, sin duda, de lo mejor que uno ha visto este año en una sala de cine. Y tercero, es necesario que pasen muchas cosas en las películas para que éstas sean entretenidas, para que mantengan el interés. Es ese prejuicio simplón de quien tilda de lenta una cinta sin escenas de acción ni grandes giros dramáticos. Resulta que a veces basta con que el cine se parezca a la vida, con que resulte reconocible y conmueva sin necesidad de que ocurra realmente nada. Sólo pasa la vida. Nada más. Y nada menos


La película, que roza la perfección, es auténtica y desborda sensibilidad. Son trazos de vida que nos retrotrae a los veranos de la infancia, sobre todo a quienes éramos niños en la época en la que transcurre la cinta: el momento de retirar los ruedines de la bicicleta, las horas y horas en la piscina, el juego a ser mayores, las trastadas, las series en televisión (¡Los Mosqueperros!), los apuros que pasaban los padres forrando los libros de texto... Es todo enternecedor y emotivo, no por excepcional ni fantástico, sino por reconocible; no por ser una invención, sino porque es imposible no sentirse identificado con algunas de estas situaciones. 

El de Frida, sin embargo, no es un verano más. Todo puede parecer igual, pero todo es diferente. Es su primer verano con su nueva familia, tras la muerte de su madre. Las dudas, los temores, la resistencia al cambio, la necesidad de sentir cariño, la incomprensión, las preguntas que no se atreve a formular... El primer plano nos sitúa a la altura de la niña protagonista (excepcional Laura Artigas), que juega al escondite inglés. Desde el principio se nos dice que adoptaremos su visión, la de una niña que cambia la ciudad por el campo y que ha perdido a su madre, que ve cómo su vida se tiene que rehacer al lado de su tío Esteve (David Verdaguer), la mujer de éste (Bruna Cusí) y su pequeña prima, ahora hermana, Anna (Paula Robles); mientras sus abuelos (Isabel Rocatti y Fermí Reixach) siguen con disconformidad el nuevo hogar de la chica. 

Es, pese a lo que pueda parecer, una película muy vitalista, pero nada cómoda para el espectador. Aborda una situación difícil para todos los protagonistas y las amarguras e incertidumbres no se ocultan en esta película. Pero, poco a poco, la vida se abre paso. Contradictoria, imperfecta, realista. Tal y como es, en fin, este invento en el que todos improvisamos. La cinta es bellísima, no sólo por la historia tierna que narra, sino también porque cada plano está cuidado al milímetro. Es tan excelsa a nivel visual como narrativo. Varias de las actrices que componen el elenco (las dos niñas y Bruna Cusí) debutan en esta cinta, igual que su directora, que firma su primer largometraje, aunque ya había realizado algunos cortos. No se observa falta de experiencia, sino frescura, talento a raudales y mucha delicadeza. La propia directora ha contado en entrevistas que esta película cuenta su propia historia. Quizá de ahí la naturalidad, la ausencia total de impostura y sentimentalismo, la verdad de Verano 1993, una de las mejores películas del año. Que las vacaciones no sean una excusa, no dejen de verla. 

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