¿Alguien quiere una solución en Cataluña?


Cada declaración procedente del gobierno catalán y del gobierno español infunde más intranquilidad sobre la cuestión catalana, que es un problema político de primera magnitud por más que haya quien se empeñe en restringirlo a un asunto legal. Es muy preocupante la deriva que está tomando el ejecutivo catalán comandado por Puigdemont, que está purgando a todo responsable que tenga alguna duda sobre el proceso independentista y el referéndum del próximo 1 de octubre. Tampoco transmite tranquilidad el gobierno central en sus declaraciones, ya que se limita a decir que esa consulta no se celebrará (sin concretar qué hará para evitarla). Ni rastro de diálogo ni de voluntad de acuerdo en ambos gobiernos. ¿Alguien quiere de verdad una solución al problema de Cataluña, un encaje en el que la mayoría de catalanes y españoles estén cómodos? No lo parece. Y eso es algo muy preocupante. 

La postura intransigente del gobierno catalán no ayuda, por supuesto. Ha planteado una hoja de ruta que incumple abiertamente la ley. Una cosa es sostener que se desea la independencia de Cataluña, un proyecto político perfectamente legítimo como cualquier otro, y otra bien distinta es planear una vía de confrontación que se salta la ley para lograrlo. Es una obviedad, pero conviene recordarlo. Defender un cambio en la organización política de un territorio es algo legítimo. Los independentistas catalanes no son delincuente ni diablos con cuernos y cola. No son terroristas ni peligrosos criminales. Son personas que defienden un proyecto político determinado. Igual que defender la república como sistema de Estado es totalmente aceptable y legítimo en una monarquía como la española, lo es postular la independencia de Cataluña. Pero no así. No incumpliendo la ley y renunciando al diálogo. No intentando imponer ese proyecto a todos los catalanes, sin caer en la cuenta de la profunda división que este asunto despierta en la sociedad catalana. No en una consulta sin la menor garantía. No sin aceptar que para algo tan trascendente como cambiar la relación con España es imperativo que haya una mayoría suficiente de catalanes que así lo quieran. No, en fin, anteponiendo la independencia a todos los demás asuntos que importan a los catalanes, ni utilizando el proceso como cortina de humo para tapar los escándalos de corrupción del partido anteriormente conocido como Convergencia. 

Estos últimos días el gobierno catalán ha dado muestras preocupantes de falta de voluntad de diálogo, de afán de imponer su proyecto a toda la sociedad, de tics poco democráticos. Y es preocupante. Y es verdad que, ante una postura como esa, es difícil dialogar. Pero es exactamente lo que debería hacer, sin descanso, el gobierno español, a quien parece ni importarle lo que ocurre en Cataluña y, lo que es aún peor, que parece no entenderlo del todo. No puede mirar hacia otro lado cuando una amplia parte de la sociedad catalana está a favor de la independencia y aún muchos más catalanes pide un referéndum. No basta con apelar a la ley. Es un problema político al que se debe intentar dar una solución política. Pero en lugar de eso emplean palabras gruesas ("golpe de Estado") y no exploran ninguna vía de diálogo. Es una actitud suicida. Se diría que no les va tan mal con el enquistamiento del problema catalán. 

Nadie plantea nada. Una reforma del Estatut, por ejemplo, que pudiera ser votada por los catalanes y sirviera para enderezar este desencuentro. Medidas que logren devolver al catalanismo moderado a tantas personas que se han abrazado al independentismo en los últimos años. Un esfuerzo por intentar comprender las razones de quienes quieren romper con España en lugar de una demonización de tantos millones de personas. Una actitud más abierta y constructiva hacia la propuesta federalista del PSC y el PSOE, que puede no ser suficiente y que seguro que es memorable, pero que al menos es un intento de alguien por tender puentes, que merece menos burlas y más respeto. A los más firmes convencidos del independentismo no les valdrá otra cosa que no sea la secesión, pero a muchos catalanes que no eran independentistas hasta hace años sí les puede convencer una propuesta intermedia. Al menos convendría intentarlo. Da la sensación, escuchando a algunas personas, que no sólo no están dispuestos a hacer esfuerzos por enderezar esta situación, sino que desean  derrotar y humillar a los independentistas, que no son cuatro títeres dirigidos por Puigdemont y Junqueras, sino millones de ciudadanos. Cuando se deja de ver al adversario político como alguien igual que nosotros, sólo que con otras ideas, se entra en un terreno peligroso abonado de sectarismo y odio. Y eso ha pasado en Cataluña y en España. Yo puedo pensar, y pienso, que todo nacionalismo es algo trasnochado y egoísta, pero no debo perder el respeto a quienes se declaren nacionalistas. Y los hay. A porrones. En Cataluña y en España. No puedo dejar de verlos como personas como yo que tienen unas ideas políticas que no comparto, sin que eso los convierta en seres demoniacos. 

La situación de Venezuela es muy delicada y hacer comparaciones con ella tiene poco sentido. Pero estos últimos días, con la consulta organizada por la oposición a Maduro en aquel país, ha quedado clara la falta de coherencia de no pocos medios y opinadores. Aquella consulta no tenía garantías legales ni censo. Estaba convocada por la Asamblea venezolana, que controla la oposición. No era vinculante. Pero tuvo un incuestionable poder simbólico, al ser una exhibición de fuerza de la oposición. En España se ha recibido aquella consulta como un admirable ejemplo de democracia. Era, repetimos, una consulta sin censo ni garantías legales. ¿A qué nos suena eso? Lo que en Cataluña es un golpe de Estado, un paripé, una consulta ilegal, en Venezuela es una fiesta democrática, un ejemplo, una forma de poner en valor un proyecto político. Insisto, no quiero comparar situaciones. Pero una consulta sin censo ni garantías legales lo es sea cual sea el posicionamiento político que haya detrás. Es decir, si entendemos que una consulta así es un método vil e ilegal, lo será independientemente de quien la convoque y con qué fines. Si entendemos que es una manera de dejar claro que hay un problema político que se debe responder, lo será en cualquier lugar y circunstancia. Lo que no puede ser es que amoldemos nuestra opinión en función de las simpatías que nos despierten los convocantes.

Convendría no responder al nacionalismo catalán con un ramalazo de nacionalismo español. Aquí vuelven a quedar en evidencia las contradicciones que despierta este debate. Resulta paradójico que a quienes sienten algo especial cuando escuchan el himno de España o ven su bandera les cueste entender que haya personas que tengan los mismos sentimientos por otras banderas y otros himnos. Más lógico sería que aquellos que pensamos que cualquier bandera no es más que un trozo de tela tuviéramos dificultades para entender esos sentimientos nacionales. Pero resulta que hay gente que los tiene. ¿Por qué es legítimo y natural sentir ese amor por España, signifique esto lo que signifique, pero es aberrante e ilegal sentirlo por Cataluña? La ley, la ley, se responderá. Como si la formación de los Estados que hoy existen estuviera escrita en piedra desde el principio de los tiempos, como si la organización política de un territorio debiera permanecer inmutable por una especie de mandato divino, como si sólo fueran tolerables, en fin, los sentimientos nacionales por un determinado territorio si es un Estado reconocido como tal. Las leyes cambian, además. Por ejemplo, cambiaron en Canadá cuando se aprobó una ley para organizar referéndums sobre la independencia de una región (Quebec) de forma pactada con el Estado. Y Canadá no es precisamente un ejemplo de república bananera. La Ley de la Claridad canadiense obliga a que la consulta de secesión sea clara y a que exista una mayoría reforzada en favor de la salida. Canadá, repito, no un país tercermundista. 

Veo demasiadas declaraciones altisonantes en Cataluña y en el resto de España. Veo muchos golpes de pecho, muchos alardes nacionalistas y muy poca voluntad de acuerdo. Veo hartazgo con esta situación y veo también a muchos españoles hablando de "los catalanes", como si fueran un ente abstracto, como si todos fueran independentistas y todos pensaran igual; y también a muchos catalanes hablando con desprecio de "los españoles", nuevamente sin caer en la cuenta de que (afortunadamente) no todos los españoles son iguales. Es preocupante la deriva que está tomando este problema político en Cataluña. Mucho. Y las posturas están muy enfrentadas. Años, décadas más bien, de incomprensión, desconfianza y nacionalismo (catalán y español) han conducido a una situación en la que parece difícil tender puentes. Es triste para  quien no entiende que no sea posible la convivencia dentro de la pluralidad. Y nadie parece dar muestras de intentar detener esta deriva para sentarse en una mesa a hablar e intentar reconducir la situación. Triste, muy triste. Nos duele Cataluña, nos duele España. 

Comentarios