Nadal vuelve a reinar en París

Se abrazó Nadal a la copa de los Mosqueteros que le acredita como ganador de su décimo Roland Garros como quien se abraza a un buen amigo que hace tiempo que no ve. Dos años después, el tenista de Manacor volvió a reinar en París. Y ya van diez. Es difícil calibrar la dimensión de esta leyenda viva. Hará falta que pase mucho tiempo para que seamos del todo conscientes de la grandeza de su epopeya. Es el mejor deportista español de todos los tiempos y el segundo tenista de la historia con más victorias en los Grand Slam, sólo por detrás de Roger Federer (18 frente a 15) y ya por delante de Pete Sampras. 


Nadal volvió a proclamarse rey de la tierra batida de la pista central de Roland Garros. Su casa. La pista donde más feliz ha sido, donde más veces ha ganado, donde más arriba ha llegado. La de ayer fue quizá la victoria más fácil del genio balear. Se impuso con enorme autoridad a Stanislas Wawrinka (6-2, 6-3 y 6-1). No le dio opción. Terminó desquiciado el tenista suizo, incapaz de responder al soberbio juego de Nadal. Imparable, torrencial, sublime. Cuando Nadal devolvió una bola imposible a Wawrinka para llevarse el punto, el suizo aplaudió a Nadal. Y esa imagen resume lo que fue la final de ayer y lo que es la figura de Nadal, alguien admirado por sus rivales, un deportista inigualable. 

Nadie antes había ganado diez veces Roland Garros, ni tampoco ninguno de los otros grandes torneos de la temporada de tenis. Lo más cerca que ha estado alguien son las siete victorias en Wimbledon cosechadas por Federer. Nadal alcanza cotas con las que nadie soñó. Y sigue en pie. El triunfo de ayer llegó dos años después de su anterior victoria en París. Ha pasado por malas rachas Nadal, con lesiones que complicaron su regreso triunfal, pero las ha superado. El Nadal que ha enamorado a medio mundo no es el tenista arrollador que gana con aparente facilidad que vimos ayer. O no sólo. Es, sobre todo, el Nadal combativo, el que no da un punto por perdido, el que siempre lucha, el que busca superarse a diario. Es el Nadal que se recupera de sus lesiones para volver a brillar. 

El Nadal al que admiramos es, por encima de todo, el chico de exquisita educación que, desde su irrupción hace más de una década, era tan ejemplar dentro como fuera de la pista. Sensato, coherente, modesto. Ni una pizca de arrogancia en sus palabras, ni rastro de la prepotencia tan habitual en otros grandes deportistas. Se declara un privilegiado. Es un ejemplo a seguir, por su actitud en la pista, siempre luchando, siempre creyendo en sí mismo, y también lo es fuera, con su humildad y su sencillez. Nadal se emocionó ayer. No pudo reprimir las lágrimas al ganar su décimo Roland Garros. Un hombre que lo ha ganado todo se sigue emocionando con sus victorias. Y esas lágrimas muestran la clave de su éxito, la intensidad con la que vive su carrera, la emoción que le pone a su juego. Sigue siendo aquel joven que sorprendió al planeta del tenis, con sus pantalones piratas y su cara de chaval dispuesto a comerse el mundo, que es a lo que se ha dedicado desde entonces. Sigue habiendo en su tenis esa verdad, ese compromiso, esa voluntad por superarse. 

Debemos a Nadal gratitud eterna por tan buenas tardes que nos ha regalado, por tantos momentos excelentes, por tantos partidos inolvidables. Ante diferente rivales, en distintos escenarios, con mejor o peor estado de forma, Rafa Nadal siempre lo da todo. Es una leyenda, un mito viviente del que podemos seguir disfrutando y en cuyo espejo deberíamos mirarnos. Se terminaron hace años (hace dos o tres Roland Garros) los adjetivos para describir a Nadal, lo mejor que le ha pasado al deporte español en décadas. 

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