El año del diluvio

El otro día hablábamos en el trabajo, entre cifras y cifras, de literatura, de lo poco frecuente que es que crítica y gran público coincidan en gustos. Lo ocurrido con Patria, por ejemplo, la gran novela de Fernando Aramburu, que se ha convertido en un fenómeno literario de los que suceden cada lustro, poniendo de acuerdo a los críticos, que han encumbrado con todo merecimiento esta obra, y al público, que ha leído en masa la novela, es algo muy poco habitual. Otro ejemplo de coincidencia entre el gran público, el lector medio, y los más avezados críticos es Eduardo Mendoza, que tiene una legión de admiradores y cuenta con el respeto generalizado de la república de las letras. 

Cuando el autor catalán ganó el Premio Cervantes hubo una unanimidad, de nuevo, nada frecuente. No hallamos a nadie que criticara el galardón o que cuestionara sus méritos. El humor, que es el más refinado síntoma de inteligencia, recorre las páginas de cada novela de Eduardo Mendoza. Pero no es un género menor, nada que ver. Con sus libros uno disfruta, se ríe a carcajadas y goza con el ingenio de su autor. Pero sería injusto no reconocer los méritos literarios de sus libros, el manejo de distintos estilos, la forma de adaptarse al habla de cada personaje, su capacidad para crear situaciones delirantes y de narrarlas con toda seriedad.



Junto a La conjura de los necios, la novela más divertida que he leído (iba a poner la más divertida que se ha escrito, a secas, pero me he frenado a tiempo, no habrá grandes novelas de las que ni siquiera haya oído hablar por ahí), creo que nunca me he reído tanto como con algunos libros de Mendoza. El laberinto de las aceitunas, El enredo de la bolsa y la vida, Sin noticias de Gurb y tantas otras. También tiene Mendoza novelas más canónicas, digamos, como la incomensurable La ciudad de los progidios, ambientada en la Barcelona de finales del siglo XIX y principios del XX. 

En Sant Jordi, la gran fiesta de los libros en la ciudad natal de Mendoza, el autor, flamante ganador del Cervantes, firmó libros y en las caras de quienes aguardaban en la cola a esperar sus firmas se apreciaba una alegría especial, la satisfacción de ver reconocida la trayectoria honesta y exquisita de alguien, además, tan llano, tan irónico, tan divertido, tan buena gente, según cuentan todos los que lo conocen. Con su maravilloso discurso al recorrer el premio aún en mente ("yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto"), había que adquirir algún libro de Mendoza en los puestos de las Ramblas para celebrar su premio. Y en una de esas casetas en las que uno se pasaría horas, repleta de libros de segunda mano, vi El año del diluvio, editado en 1992, cuya existencia, francamente, desconocía.

No sabía bien si me encontraría una de esas obras humorísticas de Mendoza o algo diferente. Pero era un tributo, un homenaje, un guiño para celebrar su premio Cervantes. Francamente, leída la sinopsis, no creo que hubiera comprado el libro si fuera otro su autor. Como intuirá el lector del hecho de empezar a hablar de esta novela en el quinto párrafo de la reseña, no me ha convencido del todo, pero tampoco quiero destacarlo demasiado, por la devoción que sigo profesando a Mendoza. Es una historia más bien simple, una monja, sor Consuelo, se enamora de un terrateniente, Augusto Aixelá, al que va a visitar para pedirle una donación para construir una residencia de ancianos. Comienza entonces una historia en la que la pasión entre ambos corre pareja a las lluvias torrenciales y los excesos del clima de aquel año, que sor Consuelo habrá de recordar toda su vida. 

El maquis, las diferencias sociales en la época de posguerra, que es en la que está ambientada esta novela, y algún chispazo del ingenio y la ironía del autor, completan la obra. Una obra menor, sin duda, en la trayectoria de Mendoza, en la que lo más valioso es el modo en el que narra la confusión en la que se encuentra la monja protagonista, que de repente siente algo que jamás sintió. "No sabía si dios me ponía a prueba o se burlaba de mí", leemos en un pasaje de la novela. No es, en fin, una novela memorable ni colosal, como sí lo son muchas del autor. Pero sirva su lectura como homenaje y gesto de gratitud al ganador del Cervantes, que regaló verdades como puños en su discurso de aceptación del premio, como aquella de que "la vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo". 

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