Sevilla


Este pasado fin de semana se celebraba en Sevilla un festival de música indie, un concierto de Ricky Martin y otro de India Martínez, la Feria del Libro de la ciudad hispalense... Por todos estos motivos, o por ninguno en especial, la capital andaluza atrajo muchos turistas estos últimos días. Pero no hace falta ninguna razón concreta para volver a visitar a la ciudad que brilla frente al Guadalquivir, a la de la Torre del oro y la Giralda, la de las tradiciones y la modernidad, la de la armonía y el arte. Fue un finde veraniego en Sevilla, con mucho calor, pero compensado con creces por el ambiente de la ciudad, por sus muchos alicientes, porque luce hermosa siempre, con cualquier clima y en cualquier época del año. 


Hacía unos años, siempre demasiados, que no recorría las calles sevillanas. Y, como ocurre cuando revisitas alguna película querida, no recordaba lo que la echaba de menos, lo mucho que disfruté en los viajes anteriores, lo majestuoso e imponente de la ciudad, su personalidad, su belleza por los cuatro costados. Visitamos la Alameda por la noche, cuando el calor daba un respiro y las terrazas bullían de grupos celebrando la vida. Encontrar una mesa libre era, por momentos, todo un reto. Del apartado gastronómico, en todo caso, hablamos un poco más abajo, porque merece mención aparte. Hacía tiempo que no comía tan bien (y a un precio tan económico) en un viaje. 

El mirador Parasol, instalado en la Plaza de la Encarnación, por todos conocidos ya como las Setas de Sevilla, ofrece unas vistas espectaculares de la ciudad. Entiendo que la construcción de este mastodonte disgustara a muchos sevillanos, pero creo que terminará siendo, si no lo es ya, una de esas construcciones arquitectónicas que se reciben primero con rechazo frontal, después con cierto recelo y, pasado el tiempo, se aceptan con entusiasmo. No se puede decir que no sea invasivo y que no transformara esa parte de la ciudad, pero es un atractivo turístico más y ofrece una de las vistas panorámicas más espectaculares de Sevilla.


El espacio más encantador de la ciudad, el más asombroso, el de visita obligada, es el Alcázar, uno de los referentes más hermosos del arte mudejar en España. Sus jardines y estancias, su fascinante arquitectura, el contraste de tantas tonalidades, de tanta gama cromática como es capaz de ofrecer la naturaleza, su historia a cada paso, sus fuentes, sus lugares excelsos en los que uno piensa que podría quedarse el día entero, escuchando sólo a los pájaros y el agua (y, ocasionalmente, algún grupo ruidoso, eso sí, pero qué le vamos a hacer). Hubo un pequeño retraso en la entrada, a causa de un apagón, pero pudimos finalmente dedicar la mañana del domingo a recorrer este paradisíaco escenario natural y artístico. 

La Plaza de España, con sus canales y sus bancos dedicados a las distintas provincias de España; el parque de María Luisa; la universidad (a la que entramos por casualidad/despiste, y que nos encantó, con sus patios y su señorial arquitectura); el barrio de Triana; las muchas iglesias de la ciudad (Macarena, Esperanza de Triana, Jesús del Gran Poder...), que al margen de cuestiones religiosas tienen un interés artístico innegable; los paseos frente al Guadalquivir; el barrio de Santa Cruz, antiguo barrio judío, con sus callecitas estrechas y encantadoras; la Plaza Nueva, donde estaba situados los stands de la Feria del Libro, que no pudimos visitar, pero que nos recordó lo próxima que está la Feria del Libro de Madrid, el gran evento cultural de cada año de la capital; la calle Sierpes; el Ayuntamiento; la Catedral; los naranjos decorando y ambientando los paseos... No le faltan encantos, no, a la capital andaluza. 


Acabo con la gastronomía. Que en España se come muy bien en todas partes no es ningún tópico. Sevilla no se queda atrás, en absoluto. Desayunamos en La Campana, donde el escaparate de dulces despierta una atracción magnética irrefrenable. Lo díficil era elegir algo y dejar sin probar todo lo demás. Comimos de tapas muy bien y a un precio que, viniendo de Madrid, se antoja imposible en Modesto. Exquisito todo, especialmente el flamenquín, el pulpo a la sevillana y la fritura de pescado. Por la noche, en Antojo, cenamos platos tradicionales con un toque moderno, como el carbón de bacalao (con rebozado de color negro) o el huevo con cáscara, además de la imprescindible tapa de pringá, un escándalo. Nos despedimos de Sevilla con una comida exquisita en Petit Comité, cerca de la Torre del Oro, donde sus alcachofas, su ensaladilla rusa con gambón, su carpaccio de salmón y sus postres (sobre todo un semifrío de turrón) nos dejaron el mejor sabor de boca posible (en sentido literal y figurado) tras un fin de semana maravilloso en una ciudad encantadora con la mejor compañía. 

Gracias y hasta la próxima, Sevilla. 

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