Regreso a San Sebastián

Sólo hay algo comparable a descubrir fascinado una ciudad: recorrer igualmente fascinado las calles de una ciudad ya conocida, redescubrirla a cada paso, encontrar nuevos rincones, rememorar lo vivido en cada lugar y, a la vez, dejarse sorprender. La vida me ha regalado la oportunidad de volver en los últimos años con frecuencia, siempre menos a menudo de lo que desearía, a San Sebastián. Porque uno regresa siempre donde se siente querido y porque hay lugares que atrapan a primera vista, que te cautivan con un flechazo arrollador de los que duran toda la vida. 


Cada vez que vuelvo a Donosti me enamoro un poco más de la ciudad. De la playa de la Concha, cautivadora, hermosa, única. De sus calles señoriales y espléndidas. De su catedral neogótica del Buen Pastor, cuyas vidrieras, obra de Juan Bautista Lázaro, el mismo artista que restauró las vidrieras de la catedral de León, he descubierto este año. Del palacio de Miramar, escenario en el que puedes estar rodeado de muchas personas, pero siempre escuchas el silencio atronador que genera un paisaje embriagador. Es tal la belleza de las vistas que, inevitablemente, el silencio contemplativo se adueña de todos. Y, desde luego, quienes hablan lo hacen en un tono suficientemente bajo como para permitir a los demás escuchar las olas del mar rompiendo contra la playa, como para no perturbar la calma de quien elegiría ese paisaje para quedarse a vivir en él. 



Cada vez que vuelvo a Donosti me enamoro un poco más del Peine del Viento, de Chillida, ese desafío del arte y el hombre a la naturaleza, del Kursaal, donde espero algún día asistir al festival de cine de San Sebastián y que está ubicado en el lugar donde se alzaba el antiguo edificio del casino de la ciudad donostiarra. De su boulevard, que como amante del ciclismo asocio siempre al final de la Clásica de la ciudad donostiarra, la prueba ciclista de un día de mayor nivel que se disputa en España. Del carrusel de la plaza del Ayuntamiento, siempre lleno de vida y actividad. De la playa de Zurriola, ideal para el surf, porque es en la que más juego da el viento. 


Cada vez que vuelvo a Donosti me enamoro un poco más de la parte vieja y sus incontables locales donde disfrutar de los pintxos. De la plaza de la Constitución, donde cada 20 de enero la ciudad entera vive al ritmo de los tambores durante 24 horas. De la plaza de Gipuzkoa, bellísima, con su reloj florido, su templete meteorológico y su pequeño lago. De los distintos puentes sobre el río Urumea. De tantos y tantos lugares encantadores. Si una palabra describe Donosti esa esa es armonía. Todo es armonioso. Todo en San Sebastián es exactamente como debe ser. No hay un edificio más alto de lo necesario, ni un jardín que no esté perfectamente cuidado. Todo mantiene la armonía de la ciudad, su esencia, su belleza. Viajar a Donosti se ha convertido en algo distinto a un viaje, en una especie de retiro, en el que recargar pilas para el resto del año, en el que dejarme sorprender como si pisara sus calles por primera vez. 

La armonía y belleza de la ciudad influyen, claro. Pero también es decisiva la compañía de unos amigos que son muy aficionados a Wanabox, una empresa que organiza viajes sorpresas, y que a su vez, como compitiendo con esta agencia, se encargan de organizarme siempre unas estancias insuperables en Donosti. San Sebastián es como un retiro espiritual, sí, y también gastronómico. Este aspecto merece un espacio propio. Porque, por supuesto, cada vez que vuelvo a Donosti me enamoro un poco más de su gastronomía. Es una delicia tras otra, un homenaje en torno a una mesa que sucede a otro y otro más. 


Nada me fascina más que acudir a una sidrería en Astigarraga, pueblo muy próximo a San Sebastián. Es un espectáculo difícilmente descriptible, una incursión en la cultura y la tradición, como un viaje atrás en el tiempo. Es un privilegio entrar allí con personas que han mamado esta bendita tradición y que la han visto crecer. Por supuesto, la comida es exquisita, con un menú tan contundente como delicioso (por este orden, chorizo a la sidra, tortilla de bacalao, bacalao con pimientos, txuleta y queso con membrillo y nueces). Pero lo más importante no es sólo eso. Es la experiencia cultural en sí. Las mesas de madera alargadas, en las que celebrar la vida en compañía. Las visitas a las kupelas, para servirte la sidra directamente de esas gigantescas barricas. Sentir que se está disfrutando de algo realmente único, diferente a todo lo visto hasta entonces y que emociona cuantas veces vuelves a una sidrería en temporada, que suele terminar precisamente por estas fechas. 

Estos últimos días también he disfrutado regresando a Bideluze (fan de por vida del "Patito Feo") y a Caravanserai (su sartén de galleta, chocolate y helado es un manjar inenarrable). Y, por supuesto, he vuelto a sufrir eligiendo el pintxo más apetitoso de cada local de la parte vieja. Es innegociable la brocheta de gambas de Goiz-Ardi y el descubrimiento de este año fue la gavilla, de San Marcial. En otro orden de cosas, también ha probado (y me ha encantado) el txirrisklas, una bebida de vodka, Coca Cola y zumo de limón natural, peligrosamente refrescante. No es que sólo haya comido, por supuesto, pero la excelencia gastronómica de San Sebastián es sin duda uno de sus grandes alicientes, una de las formas más gozosas de disfrutar de la ciudad. 

Por puro azar, Donosti se ha convertido en una segunda casa. Y uno siempre quiere volver a su hogar, el que la vida ha puesto en su camino por un golpe de suerte, el que llega sin querer y enamora cada vez un poco más. Una de las primeras palabras que uno aprende de cualquier idioma es gracias y, tras estos días de desconexión en Donosti, no me quito el eskerrik asko de la boca, ni el recuerdo de una de esas escapadas que nunca se olvidan. Gracias, muchas gracias, San Sebastián, y hasta la próxima. Gracias Nerea, David, Susana, Félix (y Monito). 

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