El terror cotidiano

Ayer se cumplía un año del atentado de Bruselas. Hubo actos de recuerdo de las víctimas en la capital belga, capital comunitaria también. Pocas horas después de esos actos, llegaron noticias alarmantes de Londres. La sucesión de informaciones confusas, ya habitual. El horror, de nuevo, emergiendo en la vita cotidiana. Una nueva demostración de lo fácil que es destruir vidas, de lo expuestos que estamos al fanatismo de energúmenos que asesinan indiscriminadamente. El terrorismo cumpliendo su función de expandir el miedo, o al menos, pretendiéndolo. Los comunicados de las autoridades, pidiendo prudencia a los ciudadanos. La necesidad de recordar, otra vez, que estos atentados no representan a los musulmanes, sino que, lejos de eso, son musulmanes la inmensa mayoría de las víctimas del terrorismo. El miedo a que estos actos de odio alimenten los discursos del odio de partidos extremistas que intentan sacar partido de los más bajos instintos de la población. 


Lo más dramático del atentado de Londres, como antes de los de París, Bruselas, Niza o, casi a diario, de tantas ciudades de países islámicos, es que se constata nuevamente que la seguridad no existe, que es imposible estar aislados de la amenaza criminal. Es un terror cotidiano. No hay que ceder a esta amenaza. Por eso fue tan acertada la declaración de Theresa May, la primera ministra británica, tras el atentado. Declaró que la sesión de las Cortes británicas se reanudarían hoy y que todos, ciudadanos de Londres o turistas, volverían a vivir su vida en libertad, volverían a salir a las calles hoy. Porque sería una derrota ante los terroristas alterar nuestras vidas, dejar de hacer lo que hacemos, vivir con miedo. 

La respuesta de las redes sociales también ha sido ejemplar en el Reino Unido, con el lema "No tenemos miedo", en respuesta al terror. Asusta, por supuesto, ver cómo es tan sencillo acabar con vidas humanas. Da miedo, por supuesto, que uno nunca sepa cuando sale de casa si volverá a entrar, porque puede ser víctima del odio y el fanatismo de algún repugnante ser que decide sobre las vidas de los demás. Espanta, claro, que cueste tan poco matar, que un tipo vil con un coche y dos cuchillos, nada más, pueda difundir el terror y causar la muerte de tres personas. Pero la gran derrota sería ceder al miedo, cambiar lo más mínimo nuestro estilo de vida, por la existencia de esta amenaza. 

No existe la seguridad al 100%. Es imposible. Por más controles que se refuercen, siempre habrá algún fanático dispuesto a morir matando infieles. Siempre habrá asesinos, que idearán formas sencillas pero demoledoras de causar daño y provocar muertes. Jamás habríamos imaginado, por ejemplo, que era una amenaza real que alguien conduciendo un camión se dedicara a arrollar a personas indiscriminadamente. Y ocurrió, en Niza. Y ha vuelto a ocurrir en Londres. 

Hay dos reacciones a estos atentados, que lamentablemente se han convertido en un horror cotidiano, en una posibilidad muy real, que detesto profundamente. Son, digamos, dos extremos, igualmente repugnantes. Uno de ellos es el de los partidos de la extrema derecha, como el de Le Pen, que celebran internamente cada atentado terrorista, porque busca captar votos con ellos, porque propone falsas soluciones a problemas mucho más complejos. Le Pen dijo que el atentado de ayer demuestra que hay que cerrar las fronteras y las mezquitas, como si la inmensa mayoría de los musulmanes no fueran personas pacíficas que condenan los asesinatos en el nombre de dios, y como si muchos de los criminales que atentan en Europa no fueran europeos, personas nacidas aquí. La otra reacción repugnante es la de quienes, con los cuerpos de los asesinados calientes, buscan argumentos para el atentado que culpe de todo a las sociedades en las que ocurren, si son occidentales sólo, claro. Hablan de la guerra de Irak, de esto o de aquello. Todos son culpables de los atentados, en fin, menos los asesinos. Repugnante y odioso. 

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