Con todas nuestras fuerzas

No siempre las buenas intenciones de una película van de la mano de la calidad de la misma. Con todas nuestras fuerzas, de Nils Tavernier, lleva a la pantalla la historia de Julien (interpretado de forma soberbia por Fabien Héraud), un adolescente con discapacidad, que sueña con terminar un Ironman, esa carrera que desafía la lógica, un triatlón sobrehumano, junto a su padre, Paul (Jacques Gamblin), quien acaba de perder su empleo, y que suele buscar cualquier excusa para pasar poco tiempo con su hijo. La intención del filme, loable, tierna, sensible, es espléndida. E incluso, necesaria. Nunca está de más que se plasmen en el cine historias hermosas de superación como esta. Pero la intención no lo es todo. Y debe ir acompañada de un buen pulso narrativo que en este filme, a veces, se pierde. No es una mala película, pero sí adolece de una previsibilidad enorme y, en ocasiones, de un cierto descuido. 

Por momentos, todo parece demasiado obvio, demasiado previsible. Incluso el espectador podrá anticipar sin problemas cómo continúan algunos diálogos. A veces, da la sensación de que el director se deja ir. Todo el mundo tiene claro cuando empieza a ver una película así que se enfrenta a una historia tierna de superación, de relación paternofilial, de amor incondicional, de espíritu combativo, de vida. La cinta resulta previsible e imperfecta, algo irregular. Pero, dicho esto, uno llora con ella. Y la recordará con una sonrisa. Aceptando que no es un filme excepcional, ni mucho menos. Y sabiendo que no basta con contar una buena historia, pues es necesario contarla bien, con mimo, con detalle. 


Tiene esta cinta francesa de 2013 algunos defectos, antes señalados. Pero vamos ahora con las virtudes. Que las tiene también. Vi la película en un autobús de vuelta a casa tras una semana de vacaciones y se agotaron las existencias de pañuelos, con todos alrededor con los ojos llorosos por esta historia tan sensible, tan vitalista. Para empezar, la interpretación de Fabien Héraud. Es un prodigio. Esa sonrisa contagiosa. Esa energía arrolladora. Esa luz que pintan en los ojos los sueños, por grandes y temibles que sean. Si ni sonara a tópico diríamos que el joven actor se come la pantalla. La película es, casi en exclusiva, él. Y lo borda. Héraud tiene trastorno psicomotriz. Es, de largo, lo mejor del filme. De diez. 

La mirada de Julien, su vitalidad, su decisión, sostiene el filme. Su entregada madre, sobreprotectora, entregada, adorable, que no deja de llamar "mi pequeño" a su hijo, aunque ya ronde los 18 años. Su hermana, que le agradece en uno de los momentos más entrañables de la película todo lo que le ha enseñado, sobre todo, a mirar a las personas sin prejuicios, tal y como son. Su mejor amigo, compañero de su escuela. Y su padre, que trabaja fuera, que no pasa tiempo con él, a quien un "te odio" de su hijo remueve y  transforma. Comienza entonces la preparación para una prueba, el Ironman, brutal, salvaje, que combina natación, ciclismo y atletismo. Un reto colosal para cualquiera, pero más aún para padre e hijo, pues la disputarán juntos. La película comienza con unas maravillosas imágenes de Niza, en la que ambos están listos para empezar a competir, por lo que ya se sabe que sí participan en la prueba.

La cinta es corta, no llega a la hora y media, y, como digo, no es una obra maestra. Tiene un mensaje hermoso y, a pesar de los llantos relatados antes, no busca la lágrima fácil del espectador, huye de la sensiblería barata y, desde luego, escapa con furia de la lástima. No quiere transmitir eso, sino todo lo contrario, que nada es imposible, que una discapacidad no es obstáculo para llevar una vida plena, que se puede tener más energía y vitalidad en una silla de ruedas que caminando con nuestros propios pies. El mensaje y la mirada del personaje de Julien. Con esto basta y sobra para recordar con cariño Con todas nuestras fuerzas, por imperfecta e irregular que sea.  

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