Vuelven los Juegos

Y otra vez llegan los Juegos. Como cada año bisiesto. Puntuales siempre a su cita. Los Juegos Olímpicos son una máquina de ganar dinero. Suelen ser una ruina económica, salvo contadas excepciones para las ciudades organizadoras. El COI no es la institución con una reputación más indiscutible del mundo. Los intereses económicos, astronómicos, parecen a veces estar por encima de los deportivos. Y, por qué no decirlo, a muchos nos duele aún que Madrid fracasara en sus intentos por albergar la cita olímpica. Pero todo eso queda en un segundo plano cuando llegan los Juegos. Porque, siendo verdad, la fascinación que despierta este acontecimiento planetario supera con mucha diferencia cualquier reparo que podamos (o incluso debamos) poner a lo que rodea a los Juegos. Río de Janeiro, esta vez. Los primeros Juegos que se celebran en América del Sur. 


Muchos esperamos con una ilusión infantil, es decir, incondicional y apasionada, la llegada de la cita olímpica. Deseamos ver deportes de los que, durante cuatro años, ni hemos oído hablar. Madrugamos o trasnochamos, según corresponda, para seguir cada prueba. Nos sentimos deslumbrados por la potencia de la carrera de los 100 metros, el instante más fugaz, pero también uno de los más intensos e impresionantes. Tenemos a mano el calendario de todas las disciplinas. Simpatizamos con deportistas, sobre todo españoles. Ganen medalla o no. Conocemos las historias de esos hombres y mujeres entregados, a quienes sostiene más la pasión por su deporte que una ayuda económica precaria o inexistente. Nos entregamos todo lo que nos permite nuestro horario laboral a esa frenética sucesión de competiciones. Redescubrimos deportes que habíamos dejado abandonados. Incluso nos proponemos seguirlos con más frecuencia, algo que generalmente terminamos olvivando hasta que llegan otra vez los Juegos. Vibramos con cada disciplina, incluidas aquellas de las que desconocemos hasta las reglas. O, especialmente, de estas. 

El buen fanático de los Juegos no se pierde ni un segundo de la ceremonia inaugural, aunque parezca evidente que la de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012 será insuperable por muchos años. Rescatamos del cajón de los recuerdos nuestras vivencias pasadas, años atrás, frente al televisor, cada cuatro veranos. La inauguración de los Juegos de Barcelona, los que pusieron a España en el mapa y transmitieron una imagen de modernidad y eficiencia que hasta entonces pocos fuera del país le otorgaban, es mi primer recuerdo. No de las citas olímpicas. Mi primer recuerdo a secas. O, al menos, el primero al que puede atribuir una fecha. Después llegaron los Juegos de Atlanta en el 96, de los que nunca supe si estuvieron tan mal organizados como se dijo o influía también que queríamos elevar a Barcelona en la comparación con la ciudad estadounidense. Y Sídney. Ahí llegaron mis primeros cambios de horario para seguir los Juegos, mis primeros desajustes, trasnochando para seguir las competiciones. Hasta hace poco conservaba un poster desplegable inmenso de las competiciones de los Juegos celebrados en Australia. En una de las últimas limpiezas, a veces no del todo comprensivas con los recuerdos, lo tiré. España perdió la final de fútbol ante Camerún. Y yo, aún más desacostumbrado entonces que ahora a trasnochar, me quedé dormido en la primera parte. Me dormí cuando el partido iba 0-0 y de repente España había marcado un gol. Acabamos llevándonos la plata. 

Y Atenas 2004, con el encanto especial de que los Juegos regresaran a donde todo comenzó. Y Pekín 2008, del que sobre todo recuerdo, además de la comprensible polémica por que se le concediera a un país dictatorial la concesión de este evento, la carrera de ciclismo, en la que Samuel Sánchez consiguió el oro. Y Londres 2012, donde tuvimos que reconocer, aunque seguíamos sangrando por la herida de la frustrada candidatura de Madrid, que los británicos son eficientes en (casi) todo. 

Los Juegos son algo más que un evento deportivo. Son un ritual apasionante, familiar, necesario. Todo cambia, pero los aros olímpicos y la antorcha vuelven cada cuatro años. Esta cita polideportiva se adueña de televisiones, periódicos y radios, lo cual uno ha agradecido siempre, no digamos ya este año, en el que el sainete político de la formación de gobierno se está haciendo ya algo largo y aburrido. Por eso, más que las medallas, los récords, los partidos, los goles, los puntos de deportes minoritarios, los combates o las carreras, que son parte de la historia de este evento, lo más relevante, lo que explica esa conexión sentimental con los Juegos, son los muchos buenos ratos vividos. Las horas y horas pegados a la tele o enchufados a la radio. Ahora, pendientes de Internet. Las emociones. La diversión. El descubrirnos hablando de normas insospechadas en deportes de los que las remotas nociones que tenemos proceden, precisamente, de los últimos Juegos. Para un deportista, competir en los Juegos es algo único. Se comprende. Como debe de serlo para un periodista cubrir esta cita. Es muy intenso y especial el vínculo de miles de millones de personas en todo el mundo con este evento, al que idealizamos sin duda por encima de lo que se merecen sus mandatarios o de lo que la lógica invitaría a hacer.  

En los Juegos de la antigüedad, los que se celebraban en la ciudad griega de Olimpia, todas las ciudades griegas enviaban representantes a las competiciones. Se detenía el tiempo. La vida pública y política. Todo se frenaba, hasta las guerras. Sólo importaba la cita olímpica, que imponía una especie de paréntesis en disputas, enfrentamientos o rivalidades. O que, al menos, cambiaba las confrontaciones políticas o militares por duelos deportivos. Pensar que queda algo de ese espíritu olímpico es quizá muy utópico. Pero qué necesarias son las utopías, sobre todo en épocas grises como esta. La presencia de varios refugiados, que competirán en los Juegos por primera vez, por ejemplo, nos permite sonreír, imaginar que, sí, en el fondo los Juegos siguen siendo un poco ese oasis en medio de la rutina que fueron antaño. Todo listo en Río para recibir la atención mundial. Hay que disfrutarlos. Pasarán cuatro años hasta la nueva cita, en Tokio. 

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