Oporto, Lisboa y Sintra: Diario de viaje


Si la vida son instantes, y no está claro que sea nada más que eso (ni nada menos, ni falta que hace), estos últimos días en Portugal han supuesto una buena dosis extra de vitalismo, una hermosa concatenación de momentos únicos, de esos que regalan las vacaciones y la mirada siempre dispuesta a dejarse sorprender de los viajes. Por definición, cada momento es irrepetible. De ahí que cada viaje sea diferente. Y único. Así deben ser. Sólo así pueden ser. Hay, pues, mil formas de recorrer cualquier ciudad. Esta es la que seguimos la última semana por el país vecino. 

Día 1. Lo primero que llama la atención de Oporto es la Ribeira, la ribera del río Duero. La grandiosidad del río y el buen ambiente a ambos lados ofrece un espectáculo fabuloso. Hay multitud de locales donde se puede comer, con vistas al Duero, con gaviotas sobrevolando, pues la desembocadura del río en el Atlántico no está lejos, y la ciudad aparenta frente al río ser una localidad marítima. En la primera comida descubrimos la francesinha, una bomba, una especialidad de la segunda ciudad lusa. Es un sándwich recubierto de queso que lleva dentro de todo: huevo, jamón, ternera... Exquisito.

Además de la zona de la ribera, probablemente la más turística, Oporto tiene varios barrios con recovecos, con mucho encanto, siempre en cuesta, eso sí. Un anticipo de lo que esperaría en todo el viaje. Las calles que bordean la catedral y la zona de descenso desde la parte céntrica de la ciudad a la ribera tienen mucha personalidad, aunque se aprecie una cierta decadencia, con locales y edificios abandonados. Para la primera tarde en Oporto cruzamos el imponente puente de Don Luis I, elaborado por discípulos de Eiffel, el de la torre parisina. Ver el anochecer desde Vila Nova da Gaia, la ciudad que está al otro lado del Duero, frente a Oporto, es una experiencia más que recomendable. Más aún si, como fue el caso, hay músicos callejeros que amenizan un momento mágico. Para terminar el día, paseo por la Rúa de las flores, zona de tapeo próxima a la estación de Sao Bento, donde llegamos por la mañana en tren desde el aeropuerto.


Día. 2. Portugal juega la final de la Eurocopa contra Francia esta noche y se nota. Las calles están repletas de banderas y bufandas de la selección lusa, y en las caras de la gente se aprecia esa sonrisa de ilusión y esperanza, esa emoción ante una alegría colectiva que en España tenemos muy reciente con La Roja. Antes de vivir otro de esos instantes inolvidables, compartiendo con los vecinos portugueses su agónico triunfo, recorremos el  centro de la ciudad. Sus calles comerciales. Sus iglesias. La amplia y bella plaza de la Libertad, donde está ya desde por la mañana todo listo para vivir la final de la Eurocopa a través de varias pantallas gigantes.

Quizá la parte más sorprendente de Oporto sea el parque del Palacio de cristal, inmerso en la zona más bohemia y cultural de la ciudad. Las vistas de la desembocadura del Duero justifican por sí solas una visita a esta parte de la localidad. Pero también el mercadillo y los distintos puestos, con cierto toque de espiritualidad, por la vegetación del jardín y su fauna, con pavos reales paseando al lado de los viandantes. Uno de esos espacios naturales donde el tiempo se detiene. De vuelta al centro de la ciudad, visitamos la Torre de los Clérigos, imponente, y cerca, descubrimos el pastel de bacalao, relleno de queso. Pecaminoso. Volveremos a caer en la tentación varias veces en el viaje.

Por la tarde, antes de la fiesta futbolera, visitamos las playas de Oporto. Llegamos a ellas a través de un tranvía cuyo recorrido bordeando el Duero es fabuloso. No tuvimos esa tarde mucha suerte con el tiempo. Pisamos la arena de las playas, pero la bruma impidió cualquier intento de baño en las gélidas aguas del Atlántico. Por la noche, la emoción desbordada de vivir la final de la Eurocopa en la Plaza de la Libertad, atiborrada de aficionados. Festejamos el gol como propio. Y recibimos la amable y cortés felicitación de una pareja francesa que seguía el partido delante nuestro, también como si acabáramos de ganar una Eurocopa. Noche de cláxones, lágrimas y desenfreno festivo.


Día 3. Tarda en amanecer Oporto tras el alegrón del día anterior. Aprovechamos la última mañana en la ciudad para dar un paseo más pausado por la ribera del Duero, con sus casitas decoradas con azulejos, tan típicos de Portugal. También visitamos la catedral, antes de emprender viaje en tren a Lisboa. Debía de haber un concierto del grupo Iron Maiden en la capital lusa, porque el tren va lleno de aficionados. También hay muchas camisetas y bufandas de Portugal. Alguna de ellas, ya con el eslogan de campeones de Europa 2016. Una rapidez alucinante. Las primeras horas las pasamos en la plaza del Marques de Pombal, convenientemente coronada por  una bandera de Portugal, y un paseo por la Avenida de la Libertad, una inmensa calle comercial que desemboca en el centro de la ciudad, en la plaza de los Restauradores. Muy buen ambiente, con música en las terrazas. Primera carta de presentación positiva de Lisboa.


Día 4. La historia condiciona y determina el paisaje de las ciudades. Esto se observa en todas partes, y es especialmente significativo en la Plaza del Comercio lisboeta. Allí estaba el Palacio Real hasta que fue destruido por el terremoto de 1755 que arrasó la ciudad. Y hasta allí llegaban los barcos mercantes procedentes de ultramar. La plaza es la puerta de entrada a la capital lusa desde el Tajo, en un rincón siempre muy transitado de la ciudad, pero no por ello menos hermoso. Es una plaza inmensa y bellísima, como varias de las que la rodean.

Por casualidad, que es la forma en la que se suele encontrar aquello que vale la pena, damos con el barrio de Alfama, donde nació el fado, tras visitar la catedral. Además de sus empinadas cuestas, a las que uno termina acostumbrándose en Lisboa, llama la atención rápido su aire bohemio y multicultural, con muchos clubes de fado y locales coquetos. Tras recorrer este pintoresco barrio visitamos el Panteón Nacional, un monumento imponente donde se rinde homenaje a varios de los personajes más importantes de la historia de Portugal. Varios de ellos están enterrados allí. Hay políticos y militares, pero también artistas y escritores, así como el futbolista Eusebio.

Por la tarde, subimos al Barrio Alto. En todas las ciudades que se visitan hay lugares en los que uno de forma casi instantánea siente que es su favorito, que tiene algo especial, que allí es donde se pasaría las horas si viviera en esa localidad. Hay mucho ambiente, en la zona, a la que accedemos en el elevador da Gloria. Hay dos miradores privilegiados de Lisboa en el Barrio Alto, el de la Terraza del museo de Farmacia y el del jardín de San Pedro de Alcántara, este último, majestuoso. Visitamos también la Iglesia de los italianos y el café A Brasileira, donde hay una escultura de Pessoa donde es inevitable hacerse una foto. Hay que volver al Barrio Alto.


Día 5. "Es como Disneyland, mamá", le dice un niño a su madre al entrar en el Palacio da Pena de Sintra. O algo así entiendo con mi paupérrimo conocimiento del francés. Y, en efecto, este palacio es de fantasía, y está inspirado en los castillos románticos alemanes, igual que el mítico palacio del parque de Disney en París, que tomó como referencia el castillo Neuschwanstein, en Baviera. Todo el recinto, construido por el rey Fernando II de Portugal con su patrimonio, es de cuento. Empezando por su historia. El monarca adquirió las ruinas de un convento de los Jerónimos y sobre ellas, respetando su estructura, levantó este colorido y fascinante palacio que mezcla distintos estilos arquitectónicos y artísticos. Un monumento palaciego que el rey ordenó construir como regalo a su esposa, María II. Cuando esta murió, convivió, antes de contraer matrimonio en segundas nupcias, con la actriz y cantante de ópera Elisa Hensler, condesa de Edla desde entonces, a quien dejó en herencia el Palacio, aunque lo terminó recuperando el Estado portugués.


La historia del Palacio es de fantasía y su entorno, ajardinado, con una extensión inmensa y distintos atractivos como una cruz que es el segundo punto más alto de la ciudad de Sintra, con una vista imponente del Atlántico y de Lisboa, no le queda atrás. Cerca del Palacio está el Castillo de los Moros, portentosa herencia de la época árabe en el país luso. Sintra guarda otra joya, la Quinta da Regaleira, una delicia, un espacio laberíntico consagrado al arte, la naturaleza y la belleza. en su máxima expresión, de visita obligada, con laberintos, túneles, fuentes, iglesias... Uno de esos lugares sorprendentes de esta finca, que fue la residencia de verano de la familia noble Carvalho Monteiro,  es el Pozo Iniciático (en la imagen, tomada, como todas las de este artículo, por mi hermano David), una espectacular torre que se hunde 27 metros en la tierra, y a la que se puede acceder por un túnel.



Día 6. Barrio de Belem. Otro de los puntos más turísticos de Lisboa, sobre todo, por la Torre de Belem, que es un símbolo de la ciudad, por su historia y por su ubicación privilegiada. Más fascinante es el Monasterio de los Jerónimos, donde está enterrado Vasco da Gama. Además d su claustro, la iglesia y las distintas salas, cautiva una exposición en la antigua biblioteca del tempolo, donde se expone a modo de inmensa infografía la cronología de Portugal y del mundo. Para estar horas repasando hitos históricos. Una maravilla.

Por la tarde, disfrutamos del anochecer en el castillo de San Jorge, desde donde se pueden disfrutar de las vistas más bellas de la ciudad, con el puente del 25 de abril sobre el Tajo, llamado así por la revolución de los claveles de 1974. Otro momento fabuloso, de los que uno desearía conservar para siempre.  


Día 7. Es verano y empieza a hacer calor. Cerca de Lisboa están las playas de Cascais, y las de Estoril. Ambas localidades, residenciales, con cierto lujo en las viviendas que dan a la playa, están a unos 40 minutos en tren de la capital lusa. Entrar en las aguas del Atlántico es como sumergirse en una bañera con cubitos de hielo, sólo apto para los muy valientes. Pero, con el calor de fuera, es una sensación de frescor que dura todo el día. Y dicen que es bueno para la salud. Es el día más veraniego, de playa, paseo por Cascais y Estoril y comida en un chiringuito frente a la costa. Lo cerramos viendo anochecer en la plaza del Comercio, allí donde llegaban los barcos de los aventureros portugueses de ultramar. Otra vez, con músicos callejeros amenizando ese momento perfecto. No está suficientemente reconocidas las sonrisas y las alegrías de quienes comparten su arte en la calle por unas monedas.

De vuelta al hotel, una cantidad bastante sorprendente de personas que ofrecen toda clase de drogas, sobre todo marihuana y cocanía, como el resto d los días. Tanto, que uno llega a preguntarse si allí es legal trapichear de esa manera, en calles tan céntricas y a la vista de todo el mundo. Parece que no, pero es algo muy habitual. Eso sí, amabilísimos estos comerciantes con quienes le dan negativas por respuesta e, imagino, más aún con quienes sí acceden a su transacción.



Día 8. Último día en Lisboa. Todo lo bueno se acaba. Pero muy intenso y disfrutado, como el resto de jornadas en Portugal. Visita al parque de Marqués de Pombal y al aledaño jardín de Amalua Rodrígues. Homenaje gastronómico en Uma, en la Rua dos Sapateiros. Es indescriptible el sabor de su arroz con marisco. Gracias a la recomendación de un amigo, entramos en ese restaurante, que es el típico en el que difícilmente se entraría. A simple vista, un local poco apetecible. Por dentro, una experiencia culinaria fabulosa, y además en un local muy auténtico, con una pareja de ancianos regentando el local. Cocina casera. Inolvidable inmersión en la cocina portuguesa.

Por la tarde, el prometido regreso al Barrio alto, donde se encuentra la librería más antigua del mundo, la de Bertrand, fundada en 1732. Es preciosa y explica en sus paredes la historia del comercio. En la misma calle que la cafetería de Pessoa está y la librería de Sa Da Costa, donde se venden libros antiguos. También merecen una visita sus vetustos ejemplares. Una cena también exquisita sirve de despedida del Barrio Alto. Sí, definitivamente, el lugar donde uno se perdería de vivir en Lisboa, y allí donde volverá antes que a ningún otro sitio al regresar a Lisboa, más pronto que tarde. 


Día 9. Acabamos el viaje con una visita a Mérida. La ciudad extremeña, un museo histórico al aire libre, siempre merece una visita, pero más aún en verano, a pesar de las asfixiantes temperaturas, por su Festival de Teatro Clásico. Disfrutamos de la última función de Alejandro Magno, fascinante historia con una excepcional puesta en escena. Pero esa es otra historia, que contaremos mañana.

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