Nuevas elecciones

No sé si cuando Borges escribió que, con el tiempo, merecemos no tener gobierno, estaba pensando en una situación parecida a la que vive ahora España. Casi juraría que no. Como se sabía desde el 20 de diciembre a las diez y media de la noche, se van a celebrar nuevas elecciones. No ha habido sorpresas. Era difícil que las hubiera con una clase política dominada, a partes iguales, por la mediocridad galopante, la arrogancia y el irritante afán por anteponer los intereses partidistas al interés general, sea lo que sea esto último. No se han puesto de acuerdo. A nadie sorprende, por mucho que tantas personas le hayan seguido el juego a los políticos. A sus ofertas tramposas. A sus cartas marcadas. Al show diario de ruedas de prensa en bucle en el Congreso.

La nueva convocatoria de elecciones es un gran fracaso político, claro. Pero tampoco deberíamos dramatizar en exceso. Sobre todo, porque si a algo deberíamos estar acostumbrados a estas alturas es a los fracasos políticos. Pensémoslo un poco. ¿De verdad era esperable algo distinto de estos dirigentes políticos? ¿En serio sorprende a alguien que no hayan llegado a acuerdos? El fracaso conjuga mucho mejor con estos políticos que el éxito. Nada nuevo bajo el sol. Hay, incluso, cosas peores. Corrupción, vacuidad intelectual, falsedad, arrogancia... La falta de acuerdo para evitar elecciones es sólo la sucesión natural a esta variada gama de defectos de unos dirigentes a cual más inoperante y cegado por el sectarismo y el partidismo, la política de bajos vuelos y los enfrentamientos dialécticos sin fin que sólo ponen el acento en lo que separa. 

Ahora se entregan los responsables políticos al juego, agotador, insufrible, de repartir las culpas. Mejor dicho, de echar las culpas de todo al resto, sin asumir un ápice de responsabilidad. Porque quizá cabría esperar de su fracaso colectivo que iban a cambiar de actitudes o, ya a lo loco, de líderes, ante la posibilidad de que tras los comicios de junio volvamos a tener un Parlamento similar al actual, a esta legislatura fugaz y frustrada. Pero no. Para qué. Ahora se trata de presentarse como el único sensato. Como si a estas alturas aún fueran capaces de engañar a los ciudadanos. Que, a lo peor, sí lo son. Uno cree que el gran triunfador de este bochornoso espectáculo al que hemos asistido con creciente desgana en los últimos meses será la abstención. Y cómo culpar a quien se apee del carro de la política y se separe de tanto griterío, de tanto enfrentamiento vacuo, de tanta estulticia. 

La nueva política, en el fondo, no era tan nueva. Ciudadanos tiene 40 diputados. Una representación importante, pero que hay que poner en su justa medida: 40 de 350 escaños. En algún momento de este bucle de desencuentros y mentiras posterior al 20 de diciembre parecía que Albert Rivera era el líder del partido más votado. Por puro instinto de supervivencia, el jefe de Ciudadanos pactó con el PSOE, un acuerdo regañado con la lógica de la aritmética, que reforzaba la visión del partido naranja como una formación comodín, que le va bien a todos, a izquierda y a derecha. Está por ver si ese funambulismo ideológico, tanto da unos que otros, le pasa factura a Ciudadanos, sobre todo teniendo en cuenta que se nutrió en buena medida de votantes descontentos con el PP que quizá no estén del todo contentos con que el partido de Rivera pactara con Sánchez, o si se le reconoce, al menos, la voluntad por encontrar acuerdos. 

El pacto entre Ciudadanos y PSOE es el acuerdo sobre el que ha girado todo este proceso político. En buena parte, una ficción. Porque Rivera quería que se sumara  a él el PP y Sánchez pedía que se uniera Podemos. Resulta extraño que un mismo documento pueda ser suscrito a la vez por Mariano Rajoy y por Pablo Iglesias. Y es en esa falta de coherencia donde ha residido parte del fracaso posterior al 20 de diciembre. No es casualidad que los dos únicos partidos que han llegado a acuerdos, Ciudadanos y el PSOE, fueran señalados como los dos grandes derrotados tras el 20-D. En todo caso, pactaron, sí. Y ahora se han de dedicar a vender ese acuerdo, su capacidad de ceder, enviando al PP y a Podemos a los extremos de una pinza de bloqueo. 

Pedro Sánchez no ha estado dispuesto a pactar con cualquier a cualquier precio, como se le ha acusado repetidamente. Al menos, su comité federal no le ha dejado. Porque le ató de pies y manos, impidiendo de facto el acuerdo con Podemos, aunque cierto es que el partido de Iglesias ha puesto muy fácil el desencuentro a los socialistas, y también hablar con el PP. Lo que más se le puede reprochar a Sánchez, creo, es que considerara que con 90 diputados, el peor resultado de la historia del PSOE, estaba legitimado para gobernar, cuando quizá lo suyo habría sido dimitir. El líder socialista se construyó una fábula. Y, a ratos, se la creyó. Pero estaba claro que las únicas salidas posibles eran tender puentes con el PP, lo cual sería fracturar los ya frágiles cimientos ideológicos del PSOE, o echarse en brazos de un Podemos crecido y dominado por la arrogancia de su líder cuyo objetivo principal es devorar a los socialistas. No parece que las encuestas premien a Sánchez por su intento de llegar a acuerdos. Más da la impresión de que se la ha visto algo cegado por llegar al poder, como forma de supervivencia política. 

Mariano Rajoy, por su parte, ha vivido plácidamente este periodo. Decidió mandar a paseo el encargo del rey de formar gobierno, como líder del partido más votado. Le ha cogido el gusto a esto de gobernar en funciones, esperando a que el resto de partidos se destripe. En política, a veces, se premia no hacer política. La parálisis. No hacer nada. No decir nada. No moverse ni un milómetro. O eso cabe deducir de los sondeos publicados recientemente en prensa, que dan al PP mejor resultado que el 20 de diciembre. El bloqueo institucional al que se entregó el presidente en funciones desde el minuto uno es quizá una de las más asombrosas excentricidades de este periodo. Rajoy maneja los tiempos a su manera, dejando que los problemas se resuelvan sin tener que intervenir. Sin líos. No hay nada que le gusten menos al presidente que los líos. Se ha atrincherado en Moncloa, sin escuchar nada alrededor, ni siquiera el creciente descontento de una parte de su partido que clama renovación. Y, por sorprendente y triste que resulte, da la impresión de que le va a salir bien. Otra vez. 

Pablo Iglesias ha sido más Pablo Iglesias que nunca en estos meses posteriores al 20 de diciembre. Purgando a compañeros de partido no afines, ridiculizando a periodistas en rueda de prensa, diciendo a un partido con 90 escaños (él y sus alianzas tienen 69, es decir, 11 menos) que su líder tiene que dar gracias por "la sonrisa del destino", por la magnanimidad del líder de Podemos, que se iba a apiadar de Sánchez dejándole liderar un gobierno que comandaría de facto el propio Iglesias. Arrogancia llevada al extremo, y notables problemas para percibir la realidad que le rodea. Iglesias exigió durante muchas semanas dos condiciones por las que dudo que alguien votara a Podemos: el referéndum en Cataluña y ser vicepresidente. Él, líder supremo de la nueva política, pidiendo sillones como un vulgar viejo político. Y, después, renunciando a esos puestos que él sólo se había concedido, y presentándolo como una cesión. En ningún momento quiso Iglesias pactar. Creía, aunque da la impresión de que ya no lo ve tan claro (de ahí su cambio de postura sobre la alianza con Izquierda Unida), que ir a elecciones le iba bien. Y se desentendió de cualquier negociación, pidiendo el cielo (y no por asalto), sabedor de que estaba bloqueando la situación política.

Iglesias se ha dejado llevar por el tacticismo. Como todos los demás. Y ahora, nuevas elecciones. Sabemos por los libros de historia que los periodos en las que cunde el hartazgo y el desprecio hacia la clase política no suelen terminar bien. Pero estos dirigentes se están ganando a pulso el desdén y la indiferencia. Esa es quizá la más amarga consecuencia de estos cuatro meses insufribles, que el desinterés por la política regresa. Y, como dijo el historiador británico Arnold J. Toynbee, "el peor castigo para quienes no se interesan por la política es ser gobernados por quienes sí se interesan". 

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