Atrocidad en Alepo

El horror. El espanto por la atrocidad de un criminal que está al mando de un país y decide bombardear un hospital. La sinrazón de atacar indiscriminadamente a civiles. El miedo a perder la vida. Que la nueva normalidad para millones de personas tenga que ser esto. Bombardeos. Casas destruidas. Proyectos de vida devastados. Sangre. Dolor. Muerte. Ya que tantos dirigentes políticos europeos y tantos ciudadanos de aquí no comprenden el drama de los refugiados, su auténtico origen, y andan defendiendo tratados que los expulsan de Europa como si fueran mercancía defectuosa, quizá la clave está en que dirijan su mirada a Siria. Al país que lleva cinco años desangrándose. Al lugar donde cualquier día puede ser el último.

Alepo se ha convertido en el centro de las iras del ejército del dictador sirio Basar Al Assad, que ayer destrozó la precaria tregua de la contienda siria al bombardear vilmente un hospital de Médicos sin Fronteras. 14 muertos. Y más dolor en una población civil que se ve encerrada entre los instintos criminales de un déspota que decidió hace tiempo que para mantener el poder no tiene reparos en masacras a su propio pueblo y el surgimiento de grupos extremistas que aprovechan el vacío de poder y el caos en el país para defender sus proyectos. Y, en medio, la gente corriente. La que ve destruidas sus casas. La que tiene que salvar a bebés que han sido atrapados por la guerra. La que asiste a diario a la muerte de tantas personas y a la desaparación por siempre de cualquier atisbo de inocencia en los ojos infantiles. 

En Siria los niños juegan a la guerra, a escapar de las bombas, a apuntarse con metralletas. No han visto otra cosa. La fotografía que ilustra este artículo, de Afp, lo dice todo. Un hombre pasa a brazos de otro, más joven, a un bebé. Vivo, suponemos. Pero quizá es mucho suponer, entre los escombros provocados por el bombardeo del ejército de Al Assad. En medio de la destrucción, la respuesta social de solidaridad. No sabemos si serán familiares o no de ese niño. Tampoco cuál es su historia. Por qué estaba en el hospital. Con quién. Qué vida le espera. Dónde vive. Lo que sí intuimos es que su familia, si le queda familia en este mundo de dolor y destrucción, hará cualquier cosa para darle un futuro mejor. Es decir, para darle un futuro a secas. Y que eso pasará, por supuesto, por huir de la sinrazón de la guerra. 

Cuando debatimos sobre la llegada de refugiados a Europa, olvidamos con frecuencia el horror del día a día en Siria. Porque quizá así sería un poco más difícil mirar hacia otro lado. Porque la indiferencia tal vez quedaría aún más desacreditada. Es tan sencillo como pensar qué haría cualquiera de nosotros si estuviéramos allí. Cómo actuaríamos si ni siquiera en un hospital pudiéramos sentirnos seguros. Si el sonido de las bombas fuera tan común como el de los coches o los pájaros. Si la muerte lo rodeada e invadiera todo. Si nos viéramos rodeados entre un dictador execrable que asesina sin piedad a sus compatriotas y grupos violentos y yihadistas que no tienen el menor interés por el futuro de Siria, que sólo encuentran en la caótica situación del país su caldo de cultivo ideal. 

Imaginemos también qué pensaríamos de Occidente, de Europa. Qué sentimientos nos despertaría la inacción del resto del mundo. Nada mueve a nadie. Bombardeos a hospitales, empleo de armas químicas, atrocidades constantes, violaciones de los Derechos Humanos. Pero Rusia sigue apoyando al dictador. Y el resto del mundo sigue parado, sabedor de que en Siria ha de elegir entre lo malo y lo peor. Entre Al Assad y el Isis. La diabólica realidad en Siria es que debilitar al carnicero de Damasco se convierte automáticamente en un refuerzo del autodenominado Estado Islámico. Y, a la inversa, el Isis está combatiendo contra el dictador. Lo que muere a diario es la esperanza de la población civil siria. Atacan hospitales. No hay espacio seguro para los civiles. Esos mismos civiles que huyen de la guerra y se juegan la vida. Esos mismos a los que Europa envía a Turquía por la puerta de atrás, a los que tantos países miran con desprecio, ante los que se endurecen las leyes de acogida. Quizá recordar la imagen del bebé pasado de brazos en brazos entre los escombros del hospital de Alepo remueva algo en el interior de esta sociedad podrida de indiferencia. O tal vez se olvidará pronto, como la imagen del cadáver de Aylan frente al mar. 

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