El cuento de Otegi

Arnaldo Otegi, dirigente de la izquierda abertzale, salió esta semana de la cárcel tras seis años de condena por pertenencia a banda armada. En concreto, por pertenencia a ETA, el grupo criminal que oprimió al País Vasco durante décadas y sembró Euskadi y el resto de España de muerte, viles asesinatos y cobardes disparos por la espalda. Fue recibido como un héroe por sus seguidores, que le tienen reservada desde hace años la secretaría general de EH Bildu, con el indisimulado propósito de presentar al exsecuestrador y portavoz de Batasuna que jamás condenó los crímenes de ETA como un Nelson Mandela del siglo XXI, sólo que cambiando la Sudáfrica del apartheid por la España democrática y la discriminada población negra a la que Madiba, huelga decirlo, sí representaba, por un pueblo vasco que en absoluto muestra ni mostró jamás un apoyo mayoritario a Otegi. Salió de la cárcel con la bandera sudafricana y durante estos años de prisión por intentar reconstruir Batasuna bajo el encargo directo de ETA (por eso fue condenado) no pocos simpatizantes de la izquierda abertzale han serigrafiado en carteles y pasquines el número de prisionero de Otegi como un símbolo, en un insultante intento de presentar al cobarde portavoz de Batasuna que nunca condenó ningún asesinato de la banda criminal ETA como un héroe de la libertad de los pueblos. 

Otegi fue siempre un orador mediocre. El martes, en su primer mitin tras salir de prisión, demostró que sigue siendo alérgico a las sutilezas. Y, por supuesto, también a la condena del terrorismo. Lo primero que se le ocurrió decir es que terrorismo es lo que hacía Fraga Iribarne, por la execrable represión a manifestantes en Vitoria hace décadas (un poco más que cuando él secuestraba a empresarios). Los cientos de asesinatos de ETA serán otra cosa para el próximo aspirante a la presidencia de Euskadi por EH Bildu distinta al terrorismo. Poco después dijo que, venga va, se alegra sinceramente por las personas que ya no viven con escoltas y que vivían, "según ellos", acosados. Como si se inventaran todos la existencia de una banda mafiosa que sembró de terror Euskadi y asesinó a quien pensaba diferente. También llamó presos políticos a los etarras encarcelados y dijo llevar en el corazón a las familias de los gudaris que tienen que viajar a ver a los presos. Ni una palabra de otras famililas, las que recorren menos kilómetros, porque el cementerio donde están enterrados los asesinados por ETA suele ser el de la localidad donde viven sus familiares. Remató su gran función, la primera de muchas que están por venir, afirmando que, ojo, "las únicas puertas giratorias de los independentistas son las de la cárcel, la casta nos mete en la cárcel". Nivel, como ven. También aprovechó para decir que las CUP les están dando una lección. Al independentismo catalán no le conviene seguir recibiendo apoyos de tan alta enjundia, pero tampoco es nada que ellos puedan controlar. 

Lo más desconcertante (es un decir, sabemos ya de qué va este país) fue la oleada de solidaridad y cariño hacia Otegi. No ya de los fanáticos que, como él, no reniegan del pasado de asesinatos y atentados de ETA. Eso se da por descontado. Pero chirría el apoyo explícito de no pocos sectores de la izquierda. Ninguna crítica hay más recurrente y menos elaborada a Podemos que acusarles de simpatizar con ETA. Pero con ninguna lo pone tan fácil su líder, Pablo Iglesias, que defendió que la salida de prisión de Otegi era una buena noticia para los demócratas porque nadie debe ser encarcelado por sus ideas. La generosidad de Iglesias con el portavoz de Batasuna va más allá de reconocerle la capacidad de tener ideas propias, que ya es decir. Pasa por convertirle en un héroe, un mártir, un preso político. Y por ahí, francamente, cuesta pasar. Salvo que detrás de esta postura, en absoluto limitada a Podemos, exista un compromiso firme con la Justicia independiente y simples argumentos jurídicos, estamos ante unas simpatías políticas difícilmente comprensibles en quien pretende gobernar España. 

La condena a Otegi fue por intentar reconstruir Batasuna bajo el mandato de ETA. No pocos juristas creen que se retorció la ley para condenar al líder del brazo político de la banca criminal. Algo, en caso de ser así, gravísimo. Ya lo dijimos cuando Europa anuló la doctrina Parot: el Estado de derecho no puede tomar atajos, porque el escrupuloso respeto a las leyes es justo lo que diferencia a los demócratas de los asesinos y sus palmeros. No es cuestión menor que la sentencia a un ciudadano pudiera estar, como digo, retorcida. Se me escapan los argumentos jurídicos tras la condena, respaldada por la Audencia Nacional. No tengo claro tampoco que todos los que jalean a Otegi sean expertos en Derecho ni que les muevan pulcras motivaciones jurídicas. Llama la atención, por ejemplo, que Podemos, partido que incluyó en su propuesta de gobierno una cláusula de adhesión de los jueces al ejecutivo, pretenda ahora presentarse como el firme e insobornable defensor de la separación de poderes y el escrupuloso respeto de las leyes. Ojalá todo el debate girara en torno a argumentos jurídicos no viciados de intereses políticos. Sabríamos distinguir entonces si, como muchos sospechan, el político de Batasuna (ahora Bildu) recibió un trato deliberadamente peor que el de cualquier otro ciudadano. De ser así, por supuesto, es escandaloso e inaceptable. 

Ahora bien, agradeceríamos que se abstuvieran de presentar a Otegi como un ídolo, un hombre de paz, un héroe. Nada deben agradecer los demócratas a quien miraba hacia otro lado cuando ETA exterminaba a quienes no compartían su proyecto político. Otegi fue militante de la banda criminal en los 80, cuando secuestró a un empresario. Fue condenado por ello y pagó su condena. Como ha saldado ahora su deuda con la sociedad, al menos con la Justicia, tras la última condena. Y presumiblemente podrá presentarse a las elecciones vascas, pese a su inhabilitación, por defectos de forma. Y no hay que escandalizarse porque quienes no movieron un dedo por el final del terrorismo, o lo hicieron muchos asesinatos después, entren en las instituciones. Porque la única normalidad democrática posible, y el mayor triunfo del Estado de derecho, es que todas las opciones se defiendan por vías pacíficas. Pero no conviene olvidar. Y menos aún dejar de reclamar autocrítica a quienes estuvieron bajo el cómodo manto protector de la mafia terrorista cuando otros se jugaban la vida (y la perdían por centenas de personas) contra los asesinos. Se pretende decirnos que Otegi fue un hombre de paz y que impulsó las negociaciones del gobierno de Zapatero con ETA. No negaremos que pudo tener un papel en esas conversaciones, ni que, insistimos, muchos crímenes atroces después, Otegi se convenció de que convenía más apostar por la vía pacífica. Pero eso difícilmente borra su miseria moral y su cobardía. 

Cualquier sentencia injusta, o con sospechas de haber llegado tras una visión algo rebuscada de la ley, es inaceptable y censurable en todo Estado de derecho. E, insisto, los debates jurídicos se pueden mantener. Y las sentencias judiciales, naturalmente, acatar, pero también criticar si se creen injustas. Pero incluso aunque la condena a Otegi y otras personas por intentar reconstruir Batasuna fuera excesiva, pues a fin de cuentas nada demasiado distinto es hoy Bildu y nadie está en prisión por haber formado este partido, es imposible defender con honestidad y sin una ceguera sectaria que este tipo es un ejemplo de nada. Es alguien que calló cuando otros alzaron la voz contra los criminales. Alguien que compartía estrategia y proyecto político con los asesinos. Alguien que, pudiendo haber condenado los asesinatos de personas inocentes, no lo hizo. Repugna esta campaña de rehabilitación civil de Otegi. 

Su última condena no es por haber secuestrado a alguien en los 80 (ya pagó por ello), ni por su nauseabunda indigencia moral ni por señalar a los pistoleros quienes discrepaban de su proyecto totalitario. Por tanto, la cuestión jurídica está en otro plano. Y ahí el debate es distinto. Y más complejo. Pero pocas dudas existen en el debate sobre la figura de Otegi. Es todo lo contrario a un héroe. Mancha la imagen de Mandela pretendiendo compararse con él. Porque de lo que no quiere darse cuenta esta pléyade de defensores de Otegi desde una cierta izquierda con asombrosa confusión ética, es de que Otegi siempre estuvo en el lado de los opresores. No liberó nada. Oprimió. Infundió terror. Odio. Llenó Euskadi de exiliados de su tierra. De víctimas. De huérfanos. De incomprensión. De rabia. Todo eso hizo la banda que Otegi aún no ha condenado, de la que no se separa en sus intervenciones públicas, contra la que no hizo nada hasta que fue demasiado tarde y, sólo por puro tacticismo, pensó que le convendría más cambiar su estrategia. 

Poco más que repugnancia me provoca Otegi. Ni compasión, ni admiración ni el más mínimo respeto. Tan evidente como que hay cierta derecha que agita el espantajo de la apología del terrorismo como herramienta política (ahí está la indecente acusación a los titiriteros del Carnaval de Madrid, que no hay por donde cogerla) como que existe cierta izquierda sorprendentemente tolerante con violaciones de los Derechos Humanos e incluso "acciones armadas" (y demás eufemismos), siempre que se lleven a cabo bajo supuestos principios de izquierdas. El prestigio o la aceptación que ETA pudiera tener en la izquierda antifranquista se debería haber extinguido con llegada de la democracia. Hoy, 2016, por muy mal que funcione este país (y, en efecto, funciona mal no, peor) resulta sobrecogedor que aún exista tanta comprensión hacia ciertas actitudes nauseabundas. 

Otegi fue un cobarde que no plantó cara a los asesinatos que, con las armas, defendían lo mismo que él con sus mitines mediocres. Y eso no lo borrará nunca. Cosa distinta es que la ley es igual para todos y que él, y todos los que piensan como él, tienen el derecho (faltaría más) de defender sus ideas por vías pacíficas presentándose a unas elecciones. Pero admiración y respeto hacia alguien como él, sinceramente, los justos. Tanto se ha abusado de equiparar con ETA cualquier posición crítica, incluso en los márgenes del sistema o en contra de él (eso tampoco es ningún delito en una democracia) que ahora se sobreactúa en defensa de quienes, de verdad, justificaron crímenes de los etarras y buscaron sacar réditos políticos de ellos. Otegi es un ciudadano libre. Un político con derechos. Por supuesto. Pero ardua parece la misión de quienes pretenden blanquear su pasado y convertirlo en un héroe. Ardua e indigna. 

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