Circo deprimente

Tenía que pasar. La política se ha hecho en España en los últimos años en programas de televisión y se ha terminado convirtiendo el Congreso en un gigantesco plató, en una tertulia inmensa. Quizá no haya mucho que lamentar, si recordamos el ritual decimonónico, plomizo e insufrible que eran las sesiones parlamentarias últimamente. Pero lo cierto es que el espectáculo que ofrecieron ayer sus señorías fue deprimente. Los medios de comunicación suelen preguntar a sus lectores quién creen que ha ganado el debate. En estas encuestas falta siempre la opción de "nadie". Y ayer, más que nunca. Porque es difícil sostener que alguno de los políticos que intervino ayer en el pleno de investidura del Congreso ganó el debate. Fue un show de baja estofa, un sainete. Un circo. No es que empiece a serlo ahora que han entrado otros actores, pero siempre luce más el espectáculo cuantos más actores haya en escena. Estaba el equilibrista Sánchez, el funambulista Rivera, el hombre bala Iglesias y Rajoy, que era algo así como el condescendiente jefe del circo que mira por encima del hombro a los pobres artistas que aspiran apearle del poder. 

Fue un circo. El miércoles Pedro Sánchez había adormecido (literalmente) a los diputados en su largo discurso, lleno de expresiones que parecían sacadas de un libro de autoayuda. Nos une la vida, dijo, entre otras perlas. Pero lo mejor (peor) esperaba para ayer. Desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde (la única buena noticia del día fue que Patxi López, presidente del Congreso, decidió adelantar la votación, inicialmente prevista para las nueve) los líderes de los otros partidos políticos se dedicaron a contar su historia. Y qué historias. Comenzó Rajoy, encantado de haberse conocido. Había olvidado el presidente en funciones lo gratificante y sencillo que resulta hacer un discurso de oposición, dedicado a desacreditar el adversario. Es sencillo. Y a él le gusta. Se le da bien. Si no fuera porque la política, tal y como la entienden al menos sus señorías, es básicamente descarnada lucha por el poder, se diría que todos están más cómodos destruyendo a su oponente que construyendo alternativas. 

Rajoy se ha pasado cuatro años reservándose su retranca e ironía para defender medidas impopulares y acorazarse ante la corrupción nauseabunda que acecha al PP. Ayer se desató. Se gustó. Descalificando a Sánchez. Diciéndole que hasta él entendería su intervención, poniendo en duda la inteligencia y la capacidad de comprensión del líder del PSOE. Él, que rara vez concluye una intervención sin dejar dos o tres frases incomprensibles ("somos sentimientos y tenemos personas, es el alcalde el que elige a los vecinos, muy españoles y mucho españoles..."). Fue un debate destructivo y condescendiente. Dónde vas, chaval, parecía decirle a Sánchez. Yo soy quien ha salvado a España del hundimiento, debes respetarme y no sólo eso, directamente no soñar con construir una alternativa a mi gobierno, el único que evitará al caos. Ese fue el hilo conductor del discurso de Rajoy: presentar a Sánchez como un incompetente y a él mismo como un ser divino todopoderoso. 

Después vino Iglesias. Y con él llegó el escándalo. Desde posturas radicalmente distintas, el líder de Podemos comparte con Rajoy esa afición por los discursos destructivos. Es más divertido desacreditar a otro que defender sus medidas o sus propuestas. Y ayer los dos se lo pasaron pipa. Iglesias dice querer gobernar España y cambiarla, pero de momento se le ve mucho más cómodo incendiando el terreno a su alrededor. Disparó a izquierda y derecha. Pensando en sus simpatizantes, en dar bien a cámara, en dejar unos buenos "zascas" que se pudieran colgar después convenientemente editados en Youtube. La nueva política era esto, Les ha cantado las cuarenta. Les ha dicho las verdades a la cara. Ese tipo de cosas. ¿Y? ¿Qué aportó exactamente el líder de Podemos en su destructiva intervención? 

Lo más divertido de todo es que Iglesias dijo ayer que tendía la mano al PSOE. Al cuello, supongo. Si siempre ha estado claro que el líder de Podemos quiere forzar la convocatoria de unas nuevas elecciones porque cree que le irá bien, ayer esto fue aún más evidente. Sacó a relucir los GAL, diciendo que Felipe González tiene su pasado manchado de cal viva. ¿De verdad pretende que creamos que quiere pactar con el PSOE en lugar de dinamitar toda opción de entendimiento con los socialistas? El tono mitinero, de tertulia de prime time donde hay que gritar mucho para imponerse al rival, es efectista, da audiencia. Y votos. Pero quizá cabría esperar más propuestas y menos tacticismo de quien representa el legítimo y más que comprensible desencanto de cinco millones de españoles. Esa política de tierra quemada no ayuda a tender puentes ni a construir nada. 

Albert Rivera tenía que defender su pacto con el PSOE, pero sin perder ese equilibrismo que es la seña de identidad de Ciudadanos. Por eso se dedicó a atacar a Rajoy. No al PP, a Rajoy. Sugirió que el partido debería prescindir de su líder Y remarcó en su intervención que el pacto con el PSOE respeta a los siete millones de votantes del partido de derechas. No sólo eso, busca su apoyo. Esto igual deberían haberlo hablado bien Rivera y Sánchez porque resulta asombroso que aquel presione al PP para apoyar un pacto que a su vez quiere el PSOE que respalde Podemos. ¿De verdad ese documento lo pueden apoyar a la vez el partido de Rajoy y el de Iglesias? 

Por sobreactuada que parezca la posición de Rivera, y desde luego lo parece, nadie les puede negar ni a él ni al líder de los socialistas que mientras los demás hacían volar los cuchillos y las navajas, ellos llegaban a acuerdos, con cesiones. Lo que se supone que es la política. El líder de Ciudadanos citó a Churchill y a Adolfo Suárez. Si algo quedó claro ayer es que en este Congreso no hay ningún Churchill ni tampoco un Suárez. Al menos, ninguno de los que intervinieron en el pleno. Ciudadanos tiene que mantener ahora su perfil moderado, dispuesto a pactar a izquierdas y derechas, pretendiendo que esto no rebaje sus expectativas de voto. Y, según las encuestas, no lo hará. 

Total, que presidente no parece, pero tertulianos sí saldrán unos cuantos de estas Cortes. El bronco y destructivo debate deja claro que iremos a elecciones el 26 de junio. Todos están demasiado alejados y, al parecer, demasiado convencidos de que no les va mal que haya nuevas elecciones. Ningún partido teme que haya nueva convocatoria electoral. El papelón tras el viernes lo tendrá el rey, a quien PP y PSOE están utilizando como arma arrojadiza electoral. ¿Qué toca ahora? ¿Volver a proponérselo a Rajoy? ¿Esperar a ver si los partidos se ponen de acuerdo? ¿Lo intentará Sánchez con Iglesias, pese a que el desprecio mutuo es palpable? El show mediático continúa. 

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