Concierto de Año Nuevo

En el descanso del concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena, la televisión austriaca emitió un bello documental para conmemorar el segundo centenario de la incorporación de Salzburgo al país. En él, Wolfgang Amadeus Mozart viaja al futuro, a 2016. Un genio asombrado pasea por las calles de Salzburgo y constata que los turistas visitan su museo, que hay esculturas que honran su memoria en las calles y que en los teatros y los jardines se siguen interpretando sus composiciones. En este exquisito documental, con la música de Mozart y de otros compositores como hilo conductor, se capta bien la esencia del concierto de ayer, de todos los conciertos de música clásica, de la cultura con mayúsculas, donde se interpretan piezas musicales de autores que vivieron hace dos siglos, pero que aún así siguen conmoviendo, emocionando y transformando a las personas del siglo XXI. 

Esa idea de universalidad, de desafío al paso del tiempo. Esa fascinación que siguen causando composiciones de dos siglos de historia, es la misma que despierta el tradicional concierto de Año Nuevo, que cumplió ayer 75 años. Pasa el tiempo, cambian las sociedades, pero las más excelsas creaciones culturales, la más hermosa y espiritual forma de cultura, sigue cautivando igual que hacía en el momento de su creación e igual que hará en el futuro. Trasciende al tiempo, al paso de los años y a las transformaciones de las sociedades. Es un ritual exquisito e ineludible de cada 1 de enero. Cambian también los componentes de la Filarmónica de Viena y el director que se hace cargo del concierto. Pero la esencia permanece. También la exaltación de la belleza, la reivindicación de una cultura que no entiende de modas pasajeras, que va directa al alma de quien la escucha, que cambia a quien goza de ella. 

El concierto de ayer, dirigido por el hiperactivo y enérgico Mariss Janson, comenzó con la Marcha de las Naciones Unidas, de Robert Stolz, para conmemorar los 60 años de la creación de esta institución. Su secretario general, Ban Ki Moon, disfrutó del espectáculo en un palco de la Sala Dorada del Musikverein de Viena, escenario tradicional de este recital sin par. Uno piensa, extasiado por la belleza del concierto, por la pulcritud de cada interpretación, de cada plano televisivo, que esto también es Europa. Esa vieja Europa que en el último año nos ha dado más motivos para la vergüenza que para el orgullo. Europa también es la cuna de esta cultura elevada que mantienen viva directores como Mariss Janson y músicos como los de la Filarmónica vienesa. 

La majestuosa puesta en escena del concierto y la brillantez de su ejecución (aquí vuelve a hacer el incluir el matiz de cada año, no soy en absoluto un entendido de la música clásica), son una hermosa metáfora de lo que se logra cuando se cede el protagonismo personal en favor del interés común. La Filarmónica de Viena, dicen, es una de las mejores del mundo. Janson dijo en una entrevista previa al concierto que cada vez que la dirigía tenía la sensación de que su labor no era necesaria frente a esos magníficos profesionales, Pero ese talento individual  se pone al servicio del conjunto. Y el resultado es el de una arrebatadora belleza, una armonía prodigiosa. Es un oasis donde todo funciona, donde nada chirría ni hay sufrimiento ni dolor, sólo emociones, sentidos gozando de la música. 

El concierto de ayer regaló muchos momentos exquisitos, y algunos muy divertidos, como en la interpretación de El Tren del Placer, de Johan Strauss, en la que el propio Mariss Janson hizo sonar una bocina, o el vals de Las chicas de Viena, de Carl Michael Ziehrer, quien al parecer era competidor director de los Strauss, cuyas composiciones suelen copar el concierto de Año Nuevo. En él, la filarmónica silbaba la melodía durante algunos pasajes, mientras sólo sonaba el arpa. El director tuvo constantes guiños con el público, como cuando un cartero le entregó una nueva batuta antes de la polca rápida Con franqueo adicional, de Eduard Strauss, el pequeño de los Strauss. De él también es la polca Fuera de control, una de las más animadas de las escuchadas ayer. 

Mariss Janson, que había dirigido ya el concierto de Año Nuevo otras dos veces, deslumbró, sin usar la batuta durante buena parte del concierto, dirigiendo a la filarmónica sólo sus manos y su expresividad corporal y facial, la de quien disfruta apasionadamente de lo que hace y puede transmitirlo a millones de personas en todo el mundo. Otro de los grandes momentos del recital fue el vals España, de Émile Waldteufel, muy animoso y vitalista, que incorporó las castañuelas y hasta un abanico. Como es tradicional, la retransmisión televisiva fue impecable, y lució especialmente en las  composiciones donde se incluyeron actuaciones del ballet de la ópera de Viena, así como las dos piezas (Alegría del cantante, de Johan Strauss y Viaje de Vacaciones, de Josef Strauss) donde las voces de los Niños Cantores de Viena acompañaron a la Filarmónica de la capital austriaca, donde se respira la música igual que en otros lugares sólo se respira aire.  

Como quiera que hay quien piensa que formular un deseo, verbalizarlo, es un primer paso para que este se cumpla, no terminaré este artículo sin expresar las muchas ganas de poder presenciar algún año este concierto, este oasis de belleza y armonía, en la Sala Dorada del Musikverein de Viena. Será difícil y caro, pero sería un sueño. Porque empezar el año a ritmo de vals, polcas y marchas es el mejor modo de empezar a escribir un nuevo libro en blanco. Como leí en Twitter ayer a Tomás García Purriños, ojalá el año transcurra y acabe como empieza: con música y palmas. El Danubio Azul y las palmas en la épica Marcha Radetzky pusieron fin al sensacional concierto de Año Nuevo, el que cada 1 de enero nos traslada a un mundo con belleza en lugar de fealdad e injusticias. 

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