Muertos de indiferencia

Ayer naufragó cerca de la costa libia un pesquero de madera con 700 personas a bordo. Hay unas 200 personas desaparecidas. La mayoría de los ocupantes de la embarcación eran refugiados sirios y palestinos. Al parecer, el barco encendió la luz de emergencia para pedir auxilio y cuando iban a ser rescatados la mayoría de las personas se volcó sobre una parte del precario pesquero, lo que provocó el hundimiento de la embarcación. Se han recuperado más de 20 cadáveres y Médicos Sin Fronteras altera de que la cifra de fallecidos puede ascender a las 200. Es sólo la última tragedia migratoria. O la penúltima. Porque a esta hora una persona desesperada puede estar ahogándose cerca de Ceuta o Melilla, como ocurrió hace cuatro días. O intentando cruzar el canal de la Mancha para llegar al Reino Unido escondido en un camión o en un tren. O tal vez un padre esté introduciendo a su hijo en una maleta sin respiración en un alocado intento por alejarlo de la miseria, el hambre y la falta de esperanza. 

Transcurre agosto entre estúpidas discusiones políticas y ensoñaciones nacionalistas. Por cierto, todo nacionalismo emparenta en mayor o menos grado con el racismo, pues se trata de remarcar la diferencia, o sea, de dejar claro lo superior que se siente uno respecto a los demás sólo por la azarosa circunstancia de haber nacido en un terruño determinado y no en otro. Este verano el drama de la inmigración, que lo es para las personas que se ven forzadas a abandonar sus países de origen por la falta de oportunidades o las guerras mucho más que para los países receptores, se vive en muchos escenarios distintos. El Mediterráneo, mar de descanso y veraneo para los occidentales, sigue consagrando su papel de gigantesco cementerio de sueños. La región francesa de Calais, receptora de turistas británicos que cruzan el canal de la Mancha, recoge a cientos de personas refugiadas de países en conflicto que han llegado a Europa e intentan llegar al Reino Unido donde tienen entendido que la legislación con las personas en situación irregular es más abierta. Y, por supuesto, España. Receptora, por nuestro lugar geográfico, de pateras, personas que tratan de llegar a nado a la costa o que saltan la valla de Melilla. 

En todos esos puntos, en todos esos escenarios. hay un punto en común y es la absoluta indiferencia de la mayoría de los gobiernos y, lo que es peor, de la mayoría de la sociedad receptora. Importa lo justo el drama personal que lleva a cada uno de esos que llamamos ilegales o sin papeles. Parece preocupar más el incordio de tener que atenderlos, de ofrecerles la posibilidad de solicitar ser reconocidos como refugiados, a la que nos obliga la ley. Esa molestia de tratarlos como seres humanos y no como despojos o molestias en un mes, ay, tan veraniego y refrescante. A la Unión Europea, que sobreactuó y pareció decidirse a hacer frente al drama migratorio tras el naufragio de una embarcación con 800 personas a bordo en abril en las costas italianas, le sigue moviendo más la indiferencia. Y en cada Estado rebrotan movimientos xenófobos que culpan a los inmigrantes de todos sus males. 

Da pena Europa. Da pena en qué se está convirtiendo ese proyecto solidario europeo. Fijémonos en el Reino Unido, por ejemplo, receptor de las personas desesperadas que se juegan la vida (9 han muerto en las últimas semanas) cruzando el canal de la Mancha como pueden. Allí hay un partido, Ukip, que promulga sacar los tanques a las calles y mandar al ejército a repeler a los inmigrantes. David Cameron, primer ministro británico, no quiere perder votos ante el auge del partido xenófobo de Farage, así que en los últimos días ha decidido, por este orden, llamar "plaga" a las personas que intentan llegar al Reino Unido, enviar perros de caza a vigilar la frontera y proponer la construcción de un gran muro que impida su entrada. Seguimos queriendo poner muros al hambre, fronteras a la desesperación. Nada hemos aprendido. Y, lo que es peor, la mano dura contra la inmigración, ese ente maligno abstracto con el que tantos políticos descerebrados buscan ganar votos, parece tener éxito en amplios grupos de la población. 

Una rápida visual del resto de Europa nos muestra cómo en muchos países han surgido fuerzas que pretenden excitar los más bajos instintos de los ciudadanos. Los inmigrantes, dicen, son malos y vienen a quitarnos el empleo. Deben irse del país. Debemos echarlos. Como sea. Ese discurso mantiene Ukip en el Reino Unido, el Frente Nacional en Francia, los neonazis de Amanecer Dorado en Grecia, Pegida en Alemania, Demócratas Suecos en Suecia y un largo etcétera. Y esta clase de discursos, no demasiado distinta a la que ha mantiene el candidato del PP a presidir la Generalitat, premiado al parecer por eslóganes como "limpiar Badalona" o por folletos donde equipara a los extranjeros con la delincuencia, da votos. El miedo al diferente. El desprecio al de fuera. El impresentable nacionalismo de pandereta que consiste en defenderlo todo para los del terruño y menospreciar a los que son de fuera. 

Nada hay más frecuente en la historia de la humanidad y nada es más imposible de detener que los movimientos migratorios. Siempre han buscado las personas sin recursos, los nacidos en países pobres o en guerra, una nueva vida en otros países. Y así será siempre. Lo que se debe conseguir es que sus lugares de origen no estén gobernados, como sucede ahora, por la corrupción, en el mejor de los casos, o por el caos bélico. Corrupción y guerra que, de forma directa o indirecta, desde Occidente se ha promovido con venta de armas, miradas hacia otro lado ante regímenes autoritarios con los que convenía llevarse bien, etc. Existen además tramas organizadas que trafican con personas, que se aprovechan de su desesperación. Algo contra lo que sólo se puede combatir con medios que la UE no quiere movilizar. De nuevo, compromiso el justo. Cada vez que suceda una tragedia como la de ayer los políticos harán de plañideras y dirán que, ahora de verdad, se ponen en serio para combatir esta lacra. Pero nada cambiará. Llegada la hora de la verdad no se pondrán de acuerdo en el reparto de refugiados ni ayudarán a los Estados que, por su situación geográfica, más personas inmigrantes reciben. 

Repugna la existencia de tramas de explotación, de seres miserables que atestan embarcaciones precarias de personas cargadas sólo con la esperanza de una vida mejor. Es odioso. Pero no lo es menos la indiferencia absoluta del llamado primer mundo ante este drama. En el Reino Unido, el gobierno no se conforma con ser inhumano e insensible ante el sufrimiento de estas personas, sino que además ha decidido sancionar a quien ose ayudarlos, con sanciones severas para quien les dé cobijo. En España, murieron 15 personas que recibieron disparos de pelotas de goma cuando intentaban llegar a nado a la costa y los responsables políticos de aquel escándalo siguen en sus puestos. Los ahogados ayer son víctimas de su hambre, del mundo desigual y enfermo en el que vivimos y que nos empeñamos en perpetuar no haciendo nada por cambiarlo. Pero son víctimas también, particularmente, de nuestra indiferencia. El Mediterráneo en el que los bañamos es la tumba de miles de personas, pero nos importa más nuestro veraneo. La crisis migratoria en el canal de la Mancha causó grandes atascos de británicos que veraneaban en Francia. A ellos, y parece que a su gobierno, también, le preocupaba más el tráfico que se encontraban sus conciudadanos que la dramática causa del mismo. Hasta la próxima gran tragedia, seguirá el goteo de muertes en las mismas aguas donde disfrutamos del verano. 

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