El verano de la vergüenza

Este verano que va muriéndose con el paso de los días será recordado (es una forma de hablar, probablemente casi nadie se acuerde de ello, o no quienes deberían) por la crisis migratoria, por las miles de personas que en distintos puntos de Europa han buscado comenzar una vida mejor lejos de las guerras, el fanatismo, el hambre y la miseria. Será recordado, o debería serlo, por el espantoso drama de tantas familias coincidiendo en el tiempo, e incluso a veces en el espacio (ahí esta el Mediterráneo) con nuestras vacaciones, las de quienes por mero azar nacimos en este lado del planeta en lugar de un poco al sur. Será recordado, espero, por esa confluencia de intereses, por ese choque desgarrador entre los atascos que dilataban unas horas las vacaciones de los británicos camino de Francia por el canal de la Mancha y la causa de los retrasos, las personas que se jugaban la vida para llegar al Reino Unido. 

Este verano tórrido es el de la pérdida de la inocencia, si es que aún algo de eso quedaba en Europa. El verano en el que nos duele en lo que se está convirtiendo Europa, el trato denigrante que este proyecto, el más interesante del Viejo Continente en las últimas décadas, da a las personas necesitadas que huyen de conflictos y desigualdades para comenzar una nueva vida en esa tierra prometida que para ellos es Europa y que, como pronto descubren, es una región con una pavorosa crisis de identidad, olvidada de sus principios fundadores, convertida en una gran maquinaria burocrática y donde la población es, mayoritariamente, racista. Nos duele Europa, en lo que ha convertido, el cóctel de partidos extremistas y discursos xenófobos que triunfan en las urnas, que dan votos. Esa indiferencia absoluta, en la sociedad y en los gobiernos, ante el drama llamando a nuestras puertas, ante las tragedias de tantas miles de personas que huyen de Siria, Irak o cualquier otro país en conflicto o con el conflicto diario del hambre y la falta de oportunidades. 

Este fin de semana me toca trabajar en el periódico y revisar los teletipos es una tarea triste, mucho. Ayer, en cuestión de unas pocas horas, las agencias de noticias daban cuenta de disturbios en una manifestación antiinmigración en Alemania, del uso de gases lacrimógenos de la policía macedonia contra las personas apostadas frente a Gevgelija, frontera con Grecia, con la deseada Europa, que finalmente lograron romper el cordón policial y del rescate por parte de la Guardia Costera italiana de unas 3.000 personas que deambulaban sin rumbo en 22 embarcaciones frente a las costas de Libia. Todo ello en un solo día de este verano de la vergüenza. 

Este verano debería ser recordado, pero no lo será, me temo, por la incapacidad manifiesta de los países de la Unión Europea para aprobar un plan coordinado de atención a los refugiados que llegan a Europa huyendo de conflictos. Todos decían, bajito para no perder votos, que había que encontrar una solución, pero a ninguno le convencía el cupo, en esos términos se hablaba, como si tratáramos de objetos en lugar de personas, de refugiados que deberían acoger. Este verano de explosión en nuestras manos de la tragedia del hambre, de la desigualdad de un mundo enfermo con el que nada hacemos para sanar, se han multiplicado los escenarios de la tragedia. El paso de Calais, lleno de personas que quieren empezar una vida nueva en un Reino Unido donde su gobierno endurece el discurso contra la inmigración para no perder terreno frente a los xenófobos de Ukip; Grecia, que para muchos inmigrantes es lugar de tránsito hacia otros países de Europa y que está desbordado por la atención a estas personas; Macedonia, aspirante a entrar en la UE que emplea gases lacrimógenos y otras impresentables e inhumanas prácticas contra los inmigrantes; Italia, receptora como España de estos flujos de personas desesperadas por su situación geográfica; Ceuta y Melilla, donde seguimos recibiendo a los seres humanos indefensos con cuchillas en las vallas para desgarrar su piel como aviso de la falta de solidaridad y el racismo que hallarán en Europa... 

Nos duele este verano el drama tan cerca de nosotros, aunque emocionalmente tan lejos, tan indiferentes. Y nos duelen los bajos instintos racistas que tantos partidos políticos radicales a lo largo y ancho de Europa se dedican a alimentar, sabedores de que en épocas de crisis la estúpida tentación de echar la culpa de todos tus males al de fuera, al inmigrante, al diferente, tiene más opciones de triunfar. Celebramos que en España no existan partidos grandes que abiertamente alienten el odio al diferente, aunque algunos proyectos y representantes políticos han jugado la sucia baza de combatir la inmigración irregular, buscando el aplauso fácil de los votantes racistas que, lamentablemente, parecen a veces legión. 

Defrauda que Eutropa no sepa, o directamente que no quiera, dar respuesta al drama que se vive frente a sus puertas. Decepciona que el conflicto de la inmigración irregular, que es un drama por esas familias enteras que caminan kilómetros son alimentos ni agua para intentar llegar a Europa o que se juegan la vida en barcazas inestables rumbo a cualquier playa de un país de la UE, se vea más como una cuestión de seguridad. A veces hasta parece que las víctimas de esta situación son los países receptores y sus habitantes y no las personas desesperadas que son estafadas por las mafias, discriminadas por los ciudadanos de sus lugares de destino y movidas por la búsqueda de oportunidades. Duele que no se entiendan las razones de fondo de este movimiento migratorio y que no se haga nada por intentar eliminarlas. Y duele, mucho, porque es una simple cuestión de humanidad, que a estas personas no se les dé una atención digna, que tengan que soportar discursos del odio y que Europa, la vieja y decadente Europa, coquetee entre la indiferencia y la xenofobia. 

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