Aguirre, presa de su personaje


Doce años después del Tamayazo, Esperanza Aguirre se ha propuesta salvar el sistema democrático occidental. Otra vez, le faltó decir en la inclasificable rueda de prensa que concedió esta semana. A la ganadora por número de votos y por concejales de las elecciones municipales en Madrid no le salen las cuentas. El PP sigue siendo el partido más votado, pero ha perdido votos a chorros y una alianza de Ahora Madrid y el PSOE puede arrebatarle la alcaldía de Madrid por primera vez en dos décadas. Algo que, al parecer, supera lo que Esperanza Aguirre puede digerir. Desde que ganó a medias las elecciones (ganó, pero no podrá gobernar) ha entrado en una espirar autoparódica que tendría un punto enternecedor si no fuera porque la última vez que a Aguirre no le salieron las cuentas tras unas elecciones se produjo en la Comunidad de Madrid el más nauseabundo escándalo postelectoral de la historia reciente de España. 

En la  irregular, aunque divertida, película de Woody Allen A Roma con amor, Roberto Benigni da vida a un ciudadano corriente que, de la noche a la mañana, es objeto de atención de los paparazzis. De repente es famoso. El hombre inicialmente vive angustiado por ese repentina fama, pero termina acostumbrándose a ella. Al final de la película, aquí llega un spoiler para quien no haya visto la cinta, este hombre deja de ser perseguido por la prensa del corazón. Pierde la fama con la misma fugacidad y rapidez con las que la adquirió. Y a él le cuesta desprenderse de esa posición. Persigue entonces de forma patética volver a ser famoso, que la prensa le siga preguntando y atosigando por las calles. Quiere ver su cara en las revistas, en las pantallas de televisión. Esperanza Aguirre ha recordado mucho a ese personaje esta semana. Desesperada por conservar la influencia en los medios que antaño, hace apenas una semana, tenía y que ahora ha perdido. La presidenta del PP de Madrid ha entrado en una dinámica similar a la del persona de Roberto Benigni en la cinta de Woody Allen. Lo que se le ha ocurrido a ella para seguir en el candelero es soltar burradas, da igual que se contradigan entre sí. Incluso mejor en ese caso. Así se garantiza volver a hablar ante los medios al día siguiente para desmentirse a sí misma. 

Si algún político español lleva a rajatabla eso de "que hablen siempre de uno, aunque sea bien", esa es Esperanza Aguirre. Ella que tanto presumió de sacar más votos que Gallardón en Madrid capital comprueba ahora que Cristina Cifuentes ha recibido más apoyo de los capitalinos que ella. Y eso que no estimó oportuno la ex presidenta de la Comunidad de Madrid elaborar un programa electoral, tan segura estaba de su victoria. Lo que anda rumiando Aguirre es su descontento con el resultado electoral, su incomprensión. Aguirre está estupefacta. Ella creía hasta hace nada, y confieso que algunos también lo temíamos, que los ciudadanos siempre le reirían las gracias con su voto. Pero se ha topado de bruces con una realidad cambiante que simboliza la irrupción de Ahora Madrid y que ella no entiende. Como tantos otros políticos tradicionales, de los de toda la vida. Sólo que estos lo digieren algo mejor. Comparten su asombro, pero han dimitido por la debacle electoral. Ella tenía otros planes. 

Aguirre, quien había banalizado en la campaña la lacra del terrorismo al acusar a Manuela Carmena de comprensión hacia los etarras y los miembros del Grapo, cree, o dice creer, que el sistema democrático occidental está en peligro porque una prestigiosa jueza septuagenaria va a ser alcaldesa de Madrid. Ojalá su sensibilidad para con la supervivencia del sistema democrático fuera similar cuando de casos de corrupción se trata. Con esa ingenuidad impostada y esa campechanía que hasta ahora le garantizaban las mayorías absolutas, Aguirre trata de convencernos de que los votantes del PP, los del PSOE y los de Ciudadanos comparten un proyecto común para Madrid y, lo que es más fastuoso, una ideología: la del centro. Por eso propuso que se formara un gran frente entre estos tres partidos que los otros dos han rechazado, y que de hecho el PSOE de Carmona, quien sigue sin plantearse dimitir pede al fracaso electoral, cosechado, por cierto, ya había rechazado antes de la rueda de prensa, pero Aguirre se dejó llevar por la mediopatia que padece. Después, propuso un gobierno de concentración, vaya usted a saber por qué, con la radical Carmena incluida, siempre y cuando renuncie a crear, atentos, sóviets en los barrios. Por cierto, que esta propuesta de dinamizar el tejido asociativo de los barrios es de las más sensatas del detallado programa de Ahora Madrid.

A Aguirre, como vemos, le cuesta tanto entender el mensaje de los ciudadanos en las urnas y la imposibilidad de que llegue a la alcaldía por métodos, digamos, convencionales (distintos a los del 2003, vaya) que se ha entregado a una corriente bochornosa en la que es presa de su personaje. Nadie se toma a Aguirre demasiado en serio. Puede que la irrelevancia en la que ha caído sea una de las pocas buenas noticias de Mariano Rajoy tras las elecciones. Por más que propone pactos antinatura o tilda de antidemocráticos a los votantes de una opción política que puede no gustarle, pero es perfectamente legítima, tanto como la suya, no logra acaparara portadas. Se cita mucho aquella frase de Perón que dice que "de todas partes se regresa, menos del ridículo". Puede que Aguirre esté empecinándose, en esta decadencia que se empeña en exhibir en público, en intentar demostrar que esa frase no es cierta. Es hercúlea su labor. Tal vez los dirigentes del PP que han comparado a Podemos con el nazismo o directamente con el Estado Islámico siguen sin entender nada. Puede que les fuera mejor si sencillamente intentaran buscar las razones por las que su partido ha perdido dos millones y medio de votos en cuatro años. 

Esperaremos ansiosos los siguientes capítulos de la airada reacción de Aguirre y otros políticos del PP al resultado electoral del domingo. En el fondo lo que sucede es que creen que los ciudadanos se han equivocado y, en un alarde de paternalismo, Aguirre llegó a decir que Madrid no se merece sufrir el castigo que sí puede merecer el PP, por culpa de los demás, entendemos, no de ella. En esa línea, la exalcaldesa de Valencia, Rita Barberá, dijo que sentía el resultado electoral por su partido y sobre todo por Valencia. Es decir, sentía lástima por los valencianos por lo que esos mismos valencianos habían elegido en las urnas. Quizá del bucle autoparódico en el que han caído algunos dirigentes del PP, cuyo máximo exponente sea quizá la concejal que profetizó violaciones de monjas y quema de iglesias por los votos a los partidos próximos a Podemos, se pase al culpar de su resultado electoral a los medios de comunicación. Rajoy contó ayer que al PP le ha hecho daño la corrupción, pero sobre todo el tratamiento dado por los medios. El presidente no deja pasar la ocasión en público, no digamos ya en privado, de mostrar su escrupuloso respeto por la libertad de expresión y por los medios de comunicación. No sé si es mejor tratar de convencer a los españoles de que sus adversarios políticos son unos peligrosos terroristas o culpar de sus males a la prensa. Lo que sí parece claro es que el PP ha desechado la idea de hacer autocrítica, mucho más costoso que buscar enemigos externos, entre ellos, el voto equivocado de los ciudadanos que no les han apoyado. 

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