Las ovejas no pierden el tren

Quizá la crisis de los 40 (y las de los sucesivos decenios) no exista y no sea más que la vida. Ese ir y venir de ilusiones, ese contrastar las esperanzas con lo cotidiano, ese amoldarse a las circunstancias, ese buscar su suerte, su camino propio, ese permanente revisar expectativas, objetivos y planes vitales. Vivir, vaya. De la crisis de los 40, o sea, de la vida, trata Las ovejas no pierden, una divertida comedia coral de Álvaro Fernández Armero que nos muestra a varios personajes que rondan la cuarentena y, sí, atraviesan algo que bien podría llamarse crisis. O vida. Que viene a ser lo mismo, al fin y al cabo. Y son sus vidas, sus miserias, sus anhelos, los que consiguen conectar con el espectador, al que no sólo hace reír, sino a veces pensar, incluso sentir ternura o lástima por alguno de los protagonistas. También emocionarse. No busca esta cinta nada más que ser una película entretenida, ligera, ágil. Y lo consigue con creces. No tiene más pretensiones y cumple sobradamente con lo que promete. 

El reparto es formidable, muchos de los grandes actores del momento en España. Inma Cuesta da vida a Luisa, que está casada con Alberto (Rául Arévalo). Ambos se van a vivir al campo, a un pueblo perdido de Segovia. Ella vive obsesionada con dar un hermano a su hijo y él, escritor que se enfrenta al síndrome de la página en blanco. Se encuentra perdido, desnortado. Alberto San Juan es Juan, hermano de Alberto, un periodista decidido a montar una agencia de comunicación cuya vida está patas arriba un año después de separarse. Sale con una joven de 25 años. Él es uno de esos personajes que inspira lástima, ternura, la que despierta el patetismo de un hombre que supera la cuarentena de raves y fiestas sin fin con su novia, Natalia, que encarna la prodigiosa actriz Irene Escolar, soberbia en cada interpretación que la veo, por cierto. 

Este catálogo de personajes en plena crisis de los 40, viviendo, en fin, sin saber muy bien hacia dónde van, se completa con Sara (Candela Peña), quien necesita tener a un hombre al lado y se engancha a las relaciones sentimentales, aunque claramente ella viva en una realidad paralela distinta a la del hombre con el que sale (Paco, interpretado por Jorge Bosch, un periodista deportivo más bien simple), como el naufrago que se aferra a una tabla raquítica cuando el barco se ha hundido. En segundo plano también aparecen las historias de la madre de Luisa y Sara, interpretada por Kiti Mánver, y la tierna y dura historia de los padres de Alberto y Juan (interpretados por unos convincentes Petra Jiménez y Miguel Rellán) en la que el progenitor sufre una demencia degenerativa, quizá la más cruel de las enfermedades, la que te hurta tus recuerdos y tus afectos. 

La película llega, toca algo, porque muestra a unos adorables perdedores, a unos entrañables seres desnortados. En el cine gustan las historias de personas vulnerables porque así es la vida. Al final, historias de triunfadores sin ningún obstáculo, aunque haberlas haylas, lo tienen más difícil para conectar con el espectador. No es que nos agrade ver en la pantalla debilidades y contratiempos de otras personas, aunque sean de ficción, para apreciar que no somos nosotros los únicos que deambulamos perdidos por este mundo, pero sí nos ayuda a reírnos de nuestras propias miserias y a ver que, en efecto, las inseguridades, las vulnerabilidades y los sueños que se van disipando son consustanciales a la existencia humana. La vida está compuesta de fracasos más que de éxitos, de decepciones y debilidades más que de exuberantes fortalezas y certezas imposibles de derribar. 

Cada personaje aparece al comienzo de la historia con un desequilibrio, un resquemor, una cuenta pendiente. Son personas vulnerables que hablan de objetivos olvidados, de ilusiones perdidas, de proyectos vitales que acaban y han de ser reconstruidos. Por eso se congela en ocasiones la sonrisa. Porque, en el fondo, el tono es de comedia, sí, pero aquello que se trata en la historia es serio. Mucho. Y, de una u otra forma, cualquier espectador, imagino que sobre todo aquellos que bordeen los 40, se pueden sentir muy identificados con algunas de las disyuntivas vitales de los protagonistas. "Prefiero estar mal en pareja que estar solo", dije un personaje en un momento del filme. No negaremos que, tristemente, esto le pasa a mucha gente. La película lo muestra, y es su gran acierto. Que enseña historias ciertas, creíbles, de las que todos podemos encontrarnos por la calle, en nuestro grupo de amigos o incluso dentro de nosotros mismos. 

No desvelaremos aquí cuál es el sentido del llamativo título de la película, Las ovejas no pierden el tren, pero sí diremos que alude a una conversación espléndida entre los personajes de Alberto San Juan y Rául Arévalo sobre los trenes perdidos, sobre las oportunidades que se presentan en la vida. Es, para mí, la mejor escena de la película. La que refleja de qué va la historia, cuál es la fuerza motor de todas las tramas. Esa sensación que comparten todos los personajes de que tienen que saldar cuentas pendientes, de que se les están escapando sus objetivos, de que algo no va bien. "Tienes que poner en orden algunas cosas y creo que conmigo no podrías hacerlo", le dice otro personaje del filme en un momento a su pareja. 

Es una historia coral, pues, una unión de muchas historias. Y aquí llegan las dos pegas, menores, que se pueden poner a la película. La primera, que quizá a veces pretenda abarcar demasiado. Al final son muchas tramas las que se cruzan y, como suele ocurrir en estos casos, es inevitable que unas sean más logradas que otras, que convenzan más, al menos, mientras que de otras da la impresión que la resolución es más bien apresurada. La parte buena, muy buena, de que sea una cinta coral es que la película tiene un ritmo endiablado, es muy ágil, lo cual siempre es necesario en una comedia. Esa otra pega menor que se puede poner a la película es que en ocasiones los personajes tienen pocos matices, se acercan a veces a ser caricaturas, prototipos (el cuarentón separado que pierde el norte e intenta hacer lo que no hizo en la veintena, la mujer débil e insegura que necesita mantener una relación, el matrimonio que atraviesa una crisis porque ambos, en el fondo, piensan más en sus respectivas inquietudes que en el bine común de la pareja, aunque se amen...). 

En todo caso, creo que el sabor que deja el filme es muy bueno. Me parece una película divertida, de esas de pasar un muy buen rato, de las que hacen sonreír (y llorar en algún caso) con historias reconocibles, verosímiles. Nadie debe esperar una obra maestra, una película imprescinsible de la historia del séptimo arte, en Las ovejas no pierden el tren. Pero es que en ningún caso pretende serlo. Si, por el contrario, se busca pasar un buen rato, disfrutar con historias humanas de personas vulnerables y perdidas, en plena crisis vital, que luchan por salir adelante, por ir adecuando sus sueños a la realidad, por intentar disfrutar del camino, esta película es la adecuada. 

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