"La isla mínima" arrasa en los Goya

El ritmo es uno de los factores determinantes en el cine. Ayer, a la gala de los Premios Goya le faltó ritmo en algunos momentos y su duración fue excesiva. Algo, desde luego, no achacable a Dani Rovira, excepcional maestro de ceremonias. El gran descubrimiento cinematográfico del año, así lo acreditó su Goya a mejor actor revelación por su papel en Ocho Apellidos Vascos, bordó su papel de presentador de la ceremonia. Cada una de sus frescas intervenciones en el escenario y en el patio de butacas interactuando con los actores y directores, fue de lo mejor de la noche. Ese logro se lo dejamos al espléndido discurso de Antonio Banderas. Rovira comenzó combativo, poniendo las cosas en su sitio al señalar cuánto le aporta el cine español al crecimiento del país, el dinero que Hacienda se ha embolsado con este año récord de nuestro cine. "Este año es el cine el que ha ayudado al Estado y no al revés", zanjó. 

Después Rovira, que exhibe un portentoso dominio del escenario gracias a la mili que ha hecho con los monólogos desde hace tiempo, pasó, como él dijo, "a lo del humor". Y fue un recital. Magnífica su presentación de las distintas películas candidatas, sensacional su demostración de cómo dar las gracias por el premio en un minuto con tiempo de sobra para ofertar su coche de segunda mano. Dejó grandes momentos impagables, como su saludo al presidente de la Academia, Enrique González Macho, en calzoncillos tras el discurso de este. Su conversación con Penélope Cruz, sus alocadas mezclas entre los trabajos de distintos directores ("Mujeres al borde de un ataque de Gordos", en ese trabajo conjunto entre Pedro Almodóvar y Daniel Sánchez Arévalo, por ejempo). 

Convenció Dani Rovira con su naturalidad y su sentido del humor. Puso el broche de oro a su gran labor como maestro de ceremonias con una crónica de la gala, la primera. La suya. Quizá la más bella. En verso, narrando momentos de la ceremonia, ensalzando las virtudes del cine y haciendo guiños a los grandes triunfadores de la noche. Falló el ritmo y la duración de la gala, sí, pero no por culpa de Rovira. La ceremonia de los Goya tiene que cargar a cuestas con el incontestable lastre, con perdón, de que es imposible controlar los discursos de agradecimiento de 29 categorías de galardones. Además, las actuaciones extra incluidas anoche (en especial, la de Alex O'Dogherty) no estuvieron a la altura y cargaron la excesiva duración de la ceremonia.

Dani Rovira fue de lo mejor de una gala en la que, como decía, cautivó el elaborado y vibrante discurso de Antonio Banderas. El actor malagueño, igual que el presentador de la gala en la ceremonia de los Goya más andaluza que se recuerda, habló de sus inicios. De ese niño que quería triunfar en el cine, del niño que nunca ha dejado de ser, y abandonó su Málaga natal camino de Madrid. La pasión, el corazón, ganó la batalla a la razón, en contra de lo que deseaban sus padres en aquel momento. 

Y se dedicó a su profesión, a esa "vocación" a la que todo le debe, dijo. "Ahora sé que cogí ese tren porque sabía que dedicarse a la interpretación era la mejor forma de intentar entender el mundo en el que me ha tocado vivir". Dedicó Banderas, el yerno querido por todas las familias de España, el hombre talentoso que abrió fronteras y nunca olvidó sus orígienes, el Goya a su hija, a la que robó, dijo, muchos momentos compartidos, por rodajes y promociones. De ella, afirmó, se perdió los mejores planos. Por eso le dedicó el premio pidiéndole perdón. Se agradece mucho que alguien se prepare unas palabras para agradecer el Goya honorífico y, claro, que estas desborden talento y pasión por su trabajo, al que siempre le ha gustado, afirmó, llamar simplemente juego. Hermoso discurso de Banderas en el que para mí fue el momento de la noche. "Si miro hacia atrás me veo viejo, pero si echo la vista hacia delante, me siento muy joven", afirmó en un momento de su exquisita intervención. 

El sexto párrafo de la crónica, quizá la que más me gusta escribir cada año, va siendo ya un buen lugar para hablar de la gran triunfadora de los Goya 2015. Desde el principio se vio que La isla mínima, esa impecable historia de género negro de Alberto Rodríguez, iba a arrasar. Diez premios se llevó el equipo del director sevillano: mejor película, mejor dirección, mejor actor para el soberbio Javier Gutiérrez, mejor actriz revelación para Nerea Barros, mejor guión original, mejor montaje, mejor fotografía (el premio menos discutible de la historia de los Goya, qué despliegue más descomunal, qué belleza visual, que extraordinario trabajo), mejor música original, mejor dirección artística y mejor diseño de vestuario. Absolutamente nada que objetar. 

En contra de lo esperado, la Academia de Cine tuvo un reconocimiento, tres para ser exactos, para Ocho apellidos vascos, la película más taquillera de la historia de nuestro país. Además del premio a mejor actor revelación para Dani Rovira, ganaron en la categoría de reparto Carmen Machi, quien dedicó el galardón a Amparo Baró, que un día antes de marcharse le predijo que iba a subir a recoger el cabezón, y Karra Elejalde, de quien nadie nunca jamás puede discutir ningún premio porque su talento interpretativo, la forma en la que se convierte en el personaje al que da vida, literalmente, en cada película, habla por solo. Lo mismo debe decirse de Bárbara Lennie, mejor actriz por Magical Girl. Celebré mucho, ya se sabe que en esto de los premios uno siempre tiene sus preferencias, el premio a mejor director novel a Carlos Marqués-Marcet por 10.000 kilómetros, donde exhibe un atrevimiento, una originalidad y una visión innovadora del cine de esas que rompen esquemas y hay que seguir muy de cerca. 

El niño, de Daniel Monzón, partía como la segunda película con más nominaciones sólo por detrás de La isla mínima. Finalmente se quedó con cuatro galardones, el premio a mejor canción original para Niño sin miedo, interpretada por India Martínez, mejor sonido, mejor dirección de producción y mejores efectos especiales. Dos Goya se llevó Mortadelo y Filemón, de cuyo director, Javier Fesser, por cierto, me declaró aquí fan incondicional por su sentido del humor. Los premios fueron mejor guión adaptado ("lo hicimos entre tres, porque se paga mucho para que lo haga uno sólo y se corre el riesgo de que se le vaya la cabeza"), y mejor película de animación. La irreverente y políticamente incorrecta Relatos Salvajes, cinta que representará a Argentina en los Oscar y está coproducida por El deseo, la productora de los Almodóvar, ganó en la categoría de mejor película iberoamericana, mientras que la polaca Ida, que también competirá en los Oscar a mejor película de habla no inglesa, se llevó el galardón a mejor cinta europea. 

Acaba esta crónica como empezó la gala de los Goya ayer, con un formidable arranque musical en la que sonaron canciones clásicas de distintas películas de la historia del cine español. El mejor momento de ese inicio apoteósico fue, sin duda, la interpretación del presentador de la gala junto a una treintena de actores y algún que otro cantante de Resistiré, el tema del Dúo Dinámico que pone música a una de las escenas inolvidables de Átame, de Almodóvar. Su letra tiene mucho de reivindicativo, de himno, de sacar pecho, y este año más que ninguno otro el cine español puede exhibir músculo y puede entonar con orgullo y espíritu luchador la letra de este tema. Porque el año récord del cine español, justicia poética se puede llamar, ha llegado en un momento extraordinariamente delicado para este industria y en el el que el gobierno ha mantenido sus sistemático desprecio a la cultura. 

Los que odian al cine español, así en abstracto, para quienes la gala de los Goya es siempre uno de los grandes momentos del año, debieron de sentirse decepcionados ayer, porque fue la gala menos política de los últimos tiempos. Quienes le niegan a los actores y directores el derecho de todos los demás ciudadanos a expresar libremente su opinión sobre lo que les venga en gana, ayer tuvieron poco que llevarse a la boca. La razonable crítica, a la que nos sumamos quienes amamos la cultura, sobre el IVA cultural más caro de Europa, que aguantó estoicamente el ministro Wert, y alguna que otra puya como la de Almodóvar al no incluir, muy razonablemente también, al señor ministro entre los amantes del cine y de la cultura. Si tal cosa fuera no habría permitido tal desprecio a la cultura. Tuvo la salida honrosa de dimitir, de no ser el ministro de Cultura al que poder recriminar semejantes desplantes y maltratos a la creación en España, pero decidió quedarse. Galas como las de ayer sirven, sobre todo, para poner en valor al cine, a la cultura, a eso que tantas veces da sentido a la vida, ayuda a sobrellevarla o a entenderla, a reflexionar, soñar y emocionarse, a pensar y a reír. Todo lo que los malos gobiernos, en fin, no les hace demasiada gracia, por aquello de que es más difícil engañar a un pueblo culto. Así que, viva el cine, el bueno, sin adjetivos. El que se premió ayer. El que seguiremos disfrutando, donde seguiremos refugiándonos. 

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