El nombre

Si cuando escribo sobre películas digo con frecuencia que voy al cine menos de lo que me gustaría, qué les voy a contar del teatro. Un arte que es auténtico, pura verdad. Allí donde se observa sin trampa ni cartón, con cercanía y al instante las dotes interpretativas de los actores. Es siempre una experiencia fascinante la de sentarse frente a un escenario donde una historia se pondrá en pie y te emocionará, hará reír, pensar o llorar según corresponda gracias tan sólo a las interpretaciones de quienes están frente a ti y se la juegan cada día encima de las tablas en la prueba más exigente, e intuyo que también más gratificante, para un actor. Tan expuestos al público. Un salto sin red. Madrid ofrece una espléndida variedad de obras teatrales de todo tipo, por lo que es un sacrilegio acudir tan poco a las salas. Comparto aquí mi propósito de ir más al teatro, para que sea una promesa pública. El regreso no pudo ser más gozoso. Ayer fue al Teatro Maravillas a disfrutar de la divertida El nombre, una comedia que se asienta sobre un reparto de lujo, magníficas interpretaciones y una historia sencilla de enredos en la que las risas están garantizadas

El detonante del conflicto en la obra es sencillo, y a él elude el título de la misma. La historia se desarrolla en una cena de amigos. Pedro y Elena, profesor universitario de literatura él y maestra de lengua y literatura en un instituto ella, reciben en su casa al hermano de Elena, Vicente, trabajador de una agencia inmobiliaria. Él acude a la cena junto a su esposa Ana, dedicada al mundo de la moda, quien está embarazada de su primer hijo y llegará con cierto retraso. También está invitado a la cena Carlos, un sensible amigo de la infancia que es músico. Parte la obra como una cena entrañable, un encuentro de personas que se quieren y buscan disfrutar de una agradable noche. Pero, de repente, cuando le preguntan a Vicente si han elegido ya el nombre de su hijo y este responde que sí y comparte con sus familiares y amigos la elección se desencadena la polémica. No conviene contar mucho más sobre este conflicto, solo que el buen rollo se disipa por completo y no regresará, o casi, durante toda la noche. 

Nos habla esta obra de las relaciones personales, de las sonrisas y la impostura, muchas veces de esa tregua que nos damos y nos dan personas con las que convivimos y que queremos pero con quienes, por un pacto tácito, preferimos no compartir verdades u opiniones que pueden ofender. "Nadie es totalmente sincero, todos nos reservamos algo", cuenta el personaje de Pedro (interpretado por Antonio Molero) en un momento de la obra. Bien, pues en esta cena se rasca sobre la superficie y sale todo lo oculto, todos los secretos y los pensamientos que, por prudencia, se suelen reservar. Estalla por un asunto nimio y ya no tiene freno, como una botella de refresco con gas muy agitada. De repente, esos secretos se desbordan y las rencillas que se suelen tapar (un familiar mío suele decir que la vida es un teatro y que a veces somos actores y otras espectadores, pero que siempre actuamos un poco) explotan. No creo que la obra busque dejar un mensaje final, pero este sería algo así como que la sinceridad puede herir y que, en el fondo, hemos de aceptar a nuestra gente tal y como es. Con sus defectos y virtudes, en especial con aquellos, claro. 

Viendo esta obra, extraordinariamente divertida, me acordé de una frase del personaje televisivo Homer Simpson, ese gran pensador contemporáneo, en la que dice que "el problema de muchas parejas es la comunicación. Demasiada comunicación". A veces subestimamos el poder de no compartir todo lo que pensamos, como si ignoráramos que ese es el pegamento de muchas familias y de muchas relaciones personales. Los personajes de esta obra parecen compartir al comienzo de la misma esta tesis de que no necesario compartirlo todo, pero aquello se va desviando y no hay forma de frenar el choque. Lo curiosa de la historia es que uno se ríe, más y más a cada minuto que pasa, mientras se está descomponiendo, casi literalmente, una familia. Al menos, mientras se destapa la caja de Pandora y salen todos los secretos y las tiranteces que se fuerzan por callar. Hay cariño y amor de fondo, pero irrumpe la sinceridad, las ofensas, las inseguridades, las manías. Muy humana es esta obra, pues quién no ha vivido discusiones en las que todos dicen lo que no quieren decir, pero en fondo, lo que realmente piensan. 

Como decía arriba, el reparto de El nombre es difícilmente superable. Todos los intérpretes enamoran. Sobresale la actuación de Jorge Bosh, que da vida al Vicente, quien va a ser padre primerizo y desencadena el lío cuando suelta el nombre que ha pensado poner a su hijo. Espléndida su interpretación. Como lo es también de la Amparo Larrañaga (verla sobre las tablas fue la razón única por la que compré las entradas para esta obra), que da vida a Elena, pacífica, apaciguadora, tranquila, adorable. Antonio Molero (recordado por el inolvidable personaje de Fiti en Los Serrano), es el marido de Elena, algo repipi y creído. César Camino borda el personaje de músico callado y reservado que tiene, claro, un potente secreto que estallará en la parte final de la obra. Y Kira Miró es Ana, la que va a ser madre primeriza, quien actúa menos tiempo, pero también cumple con nota con su papel. En resumen, es muy divertida y recomendable esta obra. Por las actuaciones, por la historia y por cómo se enreda todo hasta el infinito en esta cena, a la vez, tan surrealista como verosímil, tan hilarante y reconocible, tan loca y tan verdad. 

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