El ejemplo de Malala y Kailash Satyarthi

En un mundo de odios, vilezas, traiciones, fanatismos y corrupción, en un mondo feo, repugnante a ratos como el nuestro, es más necesario que nunca hallar personas que nos permitan seguir creyendo en el ser humano. Pensar que cada día vemos guerras, intolerancia, incomprensión y odio al diferente, pero saber también que hay personas que no se resignan, que no se quedan callados ante la injusticia. Esas personas son las que debemos tomar como guía, esos son nuestros referentes. En los últimos meses, un grupo de asesinos que dicen defender una religión se ha encargado de violar a mujeres, matar a inocentes e imponer a sangre y fuego sus creencias y prácticas medievales. El Estado Islámico pretende devolver a la humanidad a un periodo incivilizado en el que el fanatismo rige por encima de los Derechos Humanos. En tiempos así, y con tantas otras injusticias en tantos lugares del mundo, si algo nos permite seguir con esperanza es el ejemplo de personas como la joven paquistanía Malala Yousafzai, quien plantó cara a los talibanes por osar defender su derecho a la educación, o el activista indio  Kailash Satyarthi, comprometido desde hace 28 años en la lucha contra la explotación infantil. 

El fallo del Premio Nobel de la Paz, que otros años ha abochornado (recordemos ese galardón a Obama en 2009 por razones entonces, y aún más ahora, incomprensibles), esta vez llega a punto para demostrarnos que hay esperanza, que hay gente en el mundo por la que la vale la pena seguir viviendo. Personas que no se conforman, que no ceden ante lo que impone el ambiente. Lo más sencillo bajo el imperio de la sinrazón en el que vivía Malala era callarse, resignarse a la lógico odiosa de los talibanes según la cual las niñas no podían acudir a las escuelas. Lo cómodo en India para el activista que comparte el Nobel con Malala sería también callarse, mirar hacia otro lado, no remover conciencias ni censurar prácticas tan establecidas como viles. Pero ninguno de los dos adoptó la actitud del silencio. Ya conocen esa frase de Martin Luther King, "no me preocupa tanto la gente mala, sino el espantoso silencio de la gente buena”. Es una obligación moral comprometerse contra las injusticias. No hacerlo es ser cómplices silenciosos. 

La vida de Malala fascina y maravilla a todo el mundo. Muchos la conocimos cuando los talibanes dispararon contra ella y a punto estuvieron de arrebatarle la vida. Pero su compromiso con los Derechos Humanos, y en particular con el derecho de las niñas a la educación, venía de lejos y fue precisamente lo que enervó a los fanáticos que atentaron contra ella. La joven paquistaní, siendo niña, escribía un blog anónimo en el que denunciaba que los talibanes que se habían hecho con el control de la región donde vivía había emitido una fatua según la cual las niñas no podían ir al colegio. Ella no se resignó, no entendió la injusticia. Ella, lúcida e inteligente desde muy joven, sabía que le estaban arrebatando el derecho a ser lo que quisiera de mayor, a formarse, a aprender. Ella entendió que esa prohibición injusta e intolerable dejaba a las niñas sin recursos para poder defenderse, sin la igualdad de oportunidades. Por eso decidió escribir ese blog en la BBC. Por eso siguió yendo a la escuela. Por eso la joven desafío a los fanáticos. Casi le cuesta la vida, pero nos dio un ejemplo imborrable. Malala es ya una referencia mundial. Tiene 17 años y en su corta existencia ya ha hecho mucho más por los derechos de las niñas que mucha gente en toda su vida. 

Recibe el Nobel de la Paz Malala y con ello nos reconciliamos, como digo, con el ser humano y con el propio premio, el más prestigioso del mundo, pero que tienen personajes sin méritos suficientes para ello. Personas anónimas como ella que no se callan, que actúan contra el odio, contra el radicalismo insensato, contra la sinrazón, son las que hacen que, finalmente, el mundo sea un poco más habitable, que aún podamos albergar esperanzas de cambio, que todavía seamos capaces de pensar que no todo está perdido. Es mucho lo que nos ha dado Malala y no existen premios ni reconocimientos que puedan devolverle a la joven paquistaní el ejemplo de civismo que nos regaló cuando se jugó la vida contra los talibanes y que nos ofrece cada día. 

"Un niño, un profesor, un lapiz y un libro pueden cambiar el mundo", dijo Malala en un discurso memorable ante la Asamblea General de Naciones Unidas hace unos meses. Conmueve la fuerza del mensaje de esta joven, quien también dijo entonces: "quiero que los hijos de los talibanes sean educados. No le dispararía a mi agresor, aunque lo tuviera delante y una pistola en la mano. Esta compasión es herencia de Mandela y de Luther King. Esta es la filosofía de Gandhi y de la Madre Teresa. Y este es el perdón que aprendí de mi padre y de mi madre". Con una lucidez impropia de su edad, Malala sentenció entonces que "el extremismo tiene miedo de los lápices y los libros y del poder de la voz de las mujeres, por eso las matan". 

Malala se ha mostrado muy agradecido al conocer que le han concedido el Nobel de la Paz y también particularmente feliz por compartirlo con un ciudadano indio que profesa una religión distinta a la suya, para demostrar así la convivencia pacífica entre pueblos. La joven ha pedido que los presidentes de India y Pakistán, históricamente enfrentados, acudan al acto de entrega del galardón, que es el único de los Premios Nobel que se entrega en Oslo y no en Estocolmo. Sería una demostración más del poder de la palabra y del activismo por los Derechos Humanos, la paz y la fraternidad. 

Compartirá el galardón con Malala, como digo, el activista indio Kailash Satyarthi, otro referente cívico, otro ejemplo formidable de persona que decide no conformarse, no callar ante la injusticia. Según leemos en las crónica sobre su vida que aparecen hoy en los medios de comunicación, Satyarthi se ganaba la vida como ingeniero electricista, citando a un obsceno político madrileño que estos días ha sido noticia por su desvergüenza, podríamos decir que tenía la vida resuelta. Pero decidió dejarlo todo en 1980 para ayudar a los demás, para dedicarse a la que es su labor central desde entonces: la lucha contra la explotación infantil. Él podía ir a la escuela, pero niños de su edad no y eso, según leemos, le enrabietó desde pequeño. No entendía esa desigualdad, no comprendía que otros niños no tuvieran las mismas oportunidades que él. Podía haber seguid su vida como un honorable ingeniero con una vida cómoda y tranquila, pero hay personas que lo dejan todo para intentar dejar un mundo mejor del que encontraron, aunque sea a costa de renunciar a comodidades. 

Satyardthi puso en pie la ONG Bachpan Bachao Andolan (BBA), que significa Movimiento por la Salvación de la Infancia. Con esta asociación ha sacado a cerca de 8.000 menores de las garras de la explotación infantil, una indignidad tristemente muy frecuente aún en muchas partes del mundo. Nada más conocer que había recibido el premio anunció que se lo dedicaba  a "todos los niños cuya voz nunca antes había sido oída en el país". Entre las admirables actuaciones de la ONG de Sartyardthi están denuncias a la policía tras localizar dónde se está explotando a niños, para que así se puedan hacer redadas que liberen a los menores y condenen a sus explotadores, o la idea de etiquetar los productos con la frase "libre de explotación infantil", para concienciar a la sociedad de lo importante que es el comercio justo y no comprar nada que haya tenido mano de obra infantil. Junto a Malala Yousafzai, Kailash Styarthi alumbra con su compromiso diario a una sociedad necesitada de referentes morales. Dos merecidos Nobel de la Paz que sirven como ejemplos y que ayudan a poner en el foco en la explotación infantil y la imperiosa necesidad de salvaguardar el derecho de los menores. Dos esperanzas en medio de este lodazal en el que vivimos. 

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