San Sebastián

Hace una semana. Justo siete días. Un cierto madrugón para viajar, en la mejor compañía, hacia un destino soñado desde hace tiempo. Donosti esperaba. Un viaje en bus que se hizo corto y confortable hacia esa ciudad que tanta ganas tenía de conocer y que el fin de semana pasado pude disfrutar con una guía excepcional. Espera encontrarme una ciudad bella, especial, pero hallé mucho más que eso. Encontré una ciudad señorial, con clase, elegante. Un lugar único. Nada desentona en San Sebastián. Cada fachada, cada edificio, cada paisaje son trazos para completar este pedacito de paraíso en la tierra. Enamora esa convivencia entre el mar y la montaña, esa armonía en cada calle. Las referencias que la ciudad ofrece al viajero para guiarse por ella. Los montes que la rodean, los edificios principales, las plazas. 

Encantador el monte Igueldo, con unas vistas impresionantes de la ciudad, allá desde la altura. Con las atracciones que presenta el parque y, sobre todo, con esa magnética atracción que provoca la fisonomía particular de la ciudad, con sus playas y sus montes, que te haría permanecer ahí observando horas y horas. Ciudad coqueta y linda, de belleza encerrada en frasco pequeño, como la esencia de los buenos perfumes. Maravilloso el palacio de Miramar, desde donde uno encuentra otra perspectiva igualmente esplendorosa de Donosti. Imponente el golpear de las olas ante el peine del viento, las majestuosas esculturas de Chillida situada en la playa de Ondarreta. Formidable la sede del ayuntamiento, con la figura del Sagrado Corazón al fondo dominando el paisaje desde el monte Urgull. 

No es menos agradable y cautivador el paseo por la zona del puerto, o todo el paseo marítimo con esas farolas blancas tan características de la ciudad. Deslumbra igualmente al viajero la plaza de la Constitución, donde gocé de la izada de la bandera a las doce de la noche del 20 de enero, día grande de Donosti en el que es imposible no dejarse llevar por el ambiente que respira la ciudad, por la pasión desbordada por su fiesta que transmiten los donostiarras. Atrapa, por su peculiaridad, la parte vieja de la ciudad, donde uno se enamora de esas callejuelas con tanta rapidez como queda atrapado por los pintxos que, sugerentes, asoman en las barras interminables de cada local. Mires por donde mires, manjares esperan ser degustados. No me olvido del Kursaal, donde un año quiero disfrutar del festival de cine de la ciudad (¿por qué no este?), ni del hotel María Cristina y el Teatro Victoria Eugenia. Ni del río Urumea.  Ni del bulevar. Estampas formidables que permanecen instaladas en la retina. 

Cada edificio, cada calle, cada paseo hacen de Donosti ese lugar encantador e inigualable que enamora, sí o sí, por su belleza imponente y su señorío. Esa guía insuperable que tuve durante el trayecto debió de terminar cansada de escuchar el adjetivo "señorial" durante esos tres días y de ver cómo me maravillaba por cada fachada. Pero qué fachadas. Viajen a Donosti y no dejen de levantar la mirada. Ni una sola calle desentona ni se sale de ese estilo armonioso y elegante que transpira la ciudad. Sin locuras urbanísticas de estas que se cargan el encanto de las ciudades, con el respeto escrupuloso a las fachadas de cada edifico. Con ese estilo de noble ciudad norteña. Maravilloso.

Donosti de por sí, ya ven, cautiva. Pero es que además el viaje coincidió con una de sus fechas más señaladas. La fiesta más sentida por la población, me dijeron (y comprobé rápido en persona). El día de la tamborrada. 20 de enero. San Sebastián, una ciudad invadida por el sonido de los tambores durante 24 horas. Por los colores blanco y azul de su bandera. Todos los locales están decorados con globos y guirnaldas de estos colores. Los habitantes llevan pañuelos azules y van con sus tambores y palillos para acompañar la marcha. No olvidaré las sensaciones durante la izada de la bandera, con la marcha de la ciudad sonando. Con los tambores sonando y la plaza de la Constitución abarrotada. Después, compañías por todas partes. Tambores y más tambores. Marcha y fiesta en cada calle. El tambor mayor, los miembros de la cada compañía vestidos de cocineros (qué exquisitamente integrada está la cocina en la vida de esta ciudad), la entrega de cada donostiarra con su fiesta grande. 

A la mañana siguiente, con la lluvia sin querer perderse la fiesta, fue el turno de la entrañable tamborrada infantil. Más de 50 colegios desfilando desde la Plaza del Ayuntamiento con sus tambores. Un recital de colores, sonidos y alegría infantil. Cada colegio con sus vestidos, todos con el ritmo y la ilusión en las caras. Especial fue el momento de la izada y esa explosión de alegría colectiva que le siguió, pero nada iguala, para mí, a ese espectáculo tan tierno de la tamborrada infantil. Fue enternecedor ver a tantos y tantos chavales formando parte de la fiesta, desfilando con una mezcla de satisfacción, orgullo y concentración en sus caras. La explicación más palpable y bella de por qué esta es una fiesta que los donostiarras maman desde pequeños, que adoran desde su más tierna infancia. 

Sería un error imperdonable terminar este artículo sin incluir una referencia a la gastronomía. Forma parte del encanto y de la esencia de la ciudad. Y es, por qué no decirlo, otro de sus grandes alicientes. Los pintxos de la parte vieja (aquí a la derecha, una pequeña demostración de ellos), pero no sólo. Mucho más. Tomando prestado de mi guía local esta expresión, hay manjares gastronómicos que no son humanos. Usando una expresión que también repetí bastante esto días, sencillamente juegan en otra liga en asuntos gastronómicos Un inmenso placer, sin duda, este de disfrutar de la gastronomía en cada local, pero no sólo (la comida con la que me recibió la ciudad en casa de mis guías locales, porque usar el plural es más preciso) fue memorable y exquisita. 

No fue un simple fin de semana, en fin. Porque no fue un viaje a una ciudad cualquiera, porque no lo fue con una compañía cualquiera y porque disfrute cada instante al máximo. Desde el viaje de ida en el bus hasta la llegada a Madrid. Dije entonces, y no fue una exageración, que viajes así, momentos así, son los que dan sentido a la vida y los que te recargan  las pilas para meses. Son esos instantes de felicidad que debemos aprovechar al máximo y cuyo regusto debe acompañarnos para siempre. Esos momentos memorables que nos hacen sonreír en cada recuerdo posterior. Los que nos dan energía y nos demuestran que los malos ratos compensan, porque también hay alegrías como esta. Momentos, en fin, que hacen que este invento de la vida tenga sentido. 

Eskerrik asko, Nerea, Susana, Félix (y Miguel). 

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