Sentencia del Prestige

El próximo martes, 19 de noviembre se cumplirán once años del hundimiento del petrolero Prestige. La mayor tragedia medioambiental de nuestra historia reciente. Un drama de enormes proporciones que sacudió a toda la sociedad española y, una vez más, sacó lo mejor de la gente provocando una conmovedora y espectacular marea blanca de solidaridad. Voluntarios llegados a Galicia de todas partes del país para ayudar en la medida de lo posible en las labores de limpieza. Para estar al lado de los gallegos y retirar chapapote. Para llorar de indignación y rabia ante la imagen de la desolación, de las preciosas costas gallegas teñidas de negro por un desastroso accidente que, hoy sabemos, ha quedado prácticamente impune. 

Ayer se conoció la sentencia del caso y, como decimos siempre, porque este planteamiento sólo es creíble si de verdad lo aplicamos en todos los casos, hay que acatar las sentencias judiciales. Lo decíamos con la anulación de la doctrina Parot por parte del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, aunque ese fallo supone dejar en libertad a execrables terroristas, y lo tenemos que decir exactamente igual ahora, aunque la sentencia del Prestige nos llene de pena e indignación, porque cuesta mucho entender que una tragedia ecológica de esas dimensiones quede sin ningún responsable. Apenas nueve meses de cárcel para el capitán por desobedecer a la autoridad. Ni los dueños del petrolero ni el Estado español. Nadie es responsable penal de la tragedia a ojos del tribunal. Una pena y un muy mal precedente que se sienta, ya que si una tragedia de la manera queda sin responsables, el mensaje que lanza la Justicia no es precisamente de firmeza ante posibles negligencias futuras como la que provocó la marea negra frente a las costas de Galicia aquellos días de 2002. 

Desde el respeto a la Justicia, la sentencia de ayer es de esas que exigen un auténtico esfuerzo por acatarlas y respetarlas. No es sencillo comprender que todo esto quede en nada. Para colmo, la insufrible politización de todo cuanto ocurre en este país, hace aún menos digerible la sentencia. Aquí todo termina tomando un tinte político. Y siempre desde la creación de dos bandos, desde la crítica radical al que piensa diferente, desde el maniqueísmo más lamentable y el cainismo más español. Así las cosas, vistas ciertas reacciones a la sentencia, vemos cómo algunos sólo recuerdan de aquellos días del Prestige una campaña política de acoso y derribo al pobre gobierno de Aznar que tan bien lo hizo entonces. Y vemos también a otros que desempolvan las vergonzosas declaraciones de Rajoy y otros tantos responsables políticos de entonces (los hilitos de plastilina) para pasar por el prisma de la batalla partidista odiosa y repetitiva que siempre adopta en España cualquier asunto. 

Lo que yo recuerdo y recordaré siempre de la tragedia del Prestige es la reacción más pura y desinteresada que se dio entonces entre miles de ciudadanos de Galicia y el resto de España. Esas oleadas de solidaridad. Los voluntarios que llegaban a la Costa da Morte para limpiar las playas, identificados con esos monos blancos que tanto contrastaban con la negrura del chapapote. Lo más admirable de aquella tragedia, lo que hace a uno reconciliarse de vez en cuando con el género humano. Esa reacción desinteresada y altruista, totalmente alejada de absurdas y estúpidas batallas políticas, es el símbolo de la tragedia del Prestige. Y es a lo que debemos agarrarnos. Es lo que queda en el recuerdo de todos. O lo que debería quedar. No el odio político al que piensa diferente.

Y de esos voluntarios me acordé ayer especialmente al conocer la sentencia. Nadie pagará (económicamente, pero no sólo) por esa tragedia ecológica. Serán los españoles con sus impuestos, incluidos esos héroes que compusieron la marea blanca de voluntarios, los que corran con los gastos de las negligencias y los errores de gestión de la crisis de otros. Duele que un acto tan brutal contra el medio ambiente quede impune. Duele que no podamos responsabilizar a nadie por él, ya que es evidente que el barco no se hundió porque sí, no lo hizo solo. Es evidente también que las medidas de seguridad del buque petrolero dejaban mucho que desear. Lo es también que, al margen de que no implique responsabilidad penal, la gestión que hizo el gobierno de la crisis fue desastrosa y la decisión de aleja el barco de la costa fue un error. Pero, insisto, con lo que me quedó hoy es con esos voluntarios de blanco que llegaron por miles a Galicia para echar una mano. La mejor cara de la sociedad española. Hoy sus monos blancos vuelven a estar manchados de indignación, rabia y tristeza. Respeto a la sentencia judicial, pero al menos mantengamos la memoria de lo ocurrido y hagamos todo lo que esté en nuestras manos para exigir que se tomen las medidas adecuadas para que una tragedia así no pueda volver a ocurrir. Lo cierto es que dejarla sin castigo no es el mejor modo de conseguir tal cosa. 

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