Terrible matanza en Egipto

Partiendo de la base de que la situación en Egipto es muy compleja, demasiado como despachar un análisis mínimamente riguroso en unas pocas líneas y desde la distancia, resulta desolador comprobar la degradación que vive aquel país. El Ejército arrasó ayer las acampadas de los partidarios del depuesto presidente de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Mursi. La acción de los militares dejó 278 muertos y 874 heridos, según las cifras oficiales del Ministerio de Sanidad. La presidencia del país, tutelada por el Ejército desde el golpe de Estado que dio hace unas semanas, ha decretado el estado de excepción en el país durante un mes.

Los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes formaron acampadas de protesta por la acción militar que derrocó al legítimo presidente del país, al menos elegido en las urnas. El nuevo gobierno egipcio ofreció diálogo, al menos formalmente, pero al final, tras varios ultimátum, aplastó las protestas a sangre y fuego. La situación no dejará de empeorar, ya que es esperable que los islamistas reaccionen ante esta brutal matanza de los militares. El premio Nobel de la Paz Mohamed El Baradei, que entró a formar parte del ejecutivo egipcio en el cargo de vicepresidente para las relaciones exteriores, dimitió del cargo tras la masacre cometida por el ejército. Lo normal. Más asombroso resultó que aceptara entrar en un gobierno interino comandado por los militares y fruto de un golpe de Estado.

No se trata de un juego de palabras. Pero lo que los militares hicieron, al margen de la deriva autoritaria y preocupante que estuviera tomando Mohamed Mursi al frente del gobierno (y así era, en efecto), fue un golpe de Estado en toda regla. Se contó, con sólo una parte de la razón, que los egipcios, así en general, no veían esa intervención militar como un golpe de Estado, sino como una ayuda de su ejército ante el clamor contra el presidente islamista. Según esta versión, que como digo sólo es la de una parte del país, no la de la mayoría absoluta, los militares fueron aliados del pueblo egipcio en su segunda revolución, como ya lo fueron en la primera frente al tirano Hosni Mubarak.

Pero hay diferencias entre Mubarak y Mursi. Las hay entre la intervención del ejército entonces y ahora y, sobre todo, hay muchos matices que hacer a esa visión reduccionista del golpe militar. En primer lugar, Mubarak era un dictador, mientras que Mursi fue elegido por las urnas. Eso no podemos olvidarlo. Que los egipcios votaran a quienes no nos caen bien, a un partido como los Hermanos Musulmanes que tienen ciertamente varios focos preocupantes, no significa que no fueran los más votados por el pueblo y, por ende, los legítimos representantes del país. Queramos o no, nos guste más o nos guste menos, por lo que los egipcios lucharon frente a Mubarak, al menos en un primer momento, fue por poder elegir libremente y en las urnas a sus gobernantes. Y eso es exactamente lo que hicieron en las elecciones que ganó Mursi.

A partir de ahí, es totalmente cierto que Mursi adoptó una deriva alarmante, que en una torpeza y un sectarismo descomunal hizo oídos sordos a las reclamaciones de amplios sectores de la población. Cierto es también que una buena parte de las personas que hicieron la revolución asistieron decepcionados ante la acción de gobierno del islamista. No era esto, no era esto. También es verdad que la legitimidad de origen, que dan las urnas, no es la de ejercicio, que se debe ganar en el día a día con la acción ejecutiva. Y que en un país que construye de nuevo una democracia tras siglos de gobiernos autoritarios, quien gana las elecciones, por muy amplia mayoría electoral que haya cosechado, debe contar con los representantes de la mayoría de la sociedad. Elaborar una Constitución y poner en marcha un sistema institucional en el país a imagen y semejanza de un partido, sólo con las premisas y los planteamientos de la formación del gobierno es un descomunal e inaceptable error. Porque se divide a la sociedad. 

Todos esos errores, y unos cuantos más, cometió Mursi. Pero lo que hizo el ejército al derrocarlo, detenerlo y meterlo en prisión, además de hacer una redada contra dirigentes de los Hermanos Musulmanes y de provocar la terrible matanza que cometió ayer, fue lisa y llanamente dar un golpe de Estado. Decir con claridad que el ejército sigue siendo el órgano más poderoso del país. Que él tendrá que dar el visto bueno a lo que voten los ciudadanos. Que si un gobierno democráticamente elegido no le agrada, intervendrá. Y también lanza el mensaje de que está dispuesto a cometer la misma torpeza que Mursi: no contar para nada con los Hermanos Musulmanes, marginarlos y hacerlos de menos. Una actitud que, junto a la cerrazón de los islamistas, traerá nefastas consecuencias para el país, como vimos ayer. 

Mientras, la comunidad internacional condena lo ocurrido ayer, pero no va más allá. Ni parece que vaya a hacerlo. Estados Unidos anunció que revisaría sus millonarias ayudas a Egipto (el segundo país que recibe más fondos estadounidenses detrás de Israel), de las que la mayor parte va destina al ejército. El diálogo, sí o sí, entre las distintas partes de la sociedad egipcia debe ser la premisa de actuación en el país. No queda otra y cualquier otra alternativa no conducirá más que a la división y al enfrentamiento civil. Esto es lo que pasa por gobernar imponiendo tus planteamientos a los demás y esto es lo que pasa por derrocar a un presidente legítimo y marginar a su formación y a sus partidarios. 

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