Cuentan que Hitchcock desaconsejaba rodar con animales y con niños. Contradiciendo al mítico director, en Adolescencia, la fascinante miniserie británica de cuatro capítulos estrenada hace unas semanas por Netflix, no aparece ningún animal, pero uno de sus principales alicientes es la portentosa interpretación de Owen Cooper. Da vida con una naturalidad, una sutileza y una verdad absolutamente descomunales, del todo fuera de lo normal, a un joven de 13 años acusado de haber matado a cuchilladas a una compañera de clase.
El excelso trabajo de Cooper, impropio de su edad y del increíble hecho de que debute en la interpretación con este papel, es asombroso. Sus silencios, sus miradas, sus cambios de humor, su forma de sostener diálogos complejos y de una impresionante intensidad narrativa. Es pasmoso lo que hace el jovencísimo actor en esta serie que roza la perfección y que resulta angustiosa y muy dura, pero también deslumbrante. Una serie que abre debates, que muestra realidades incómodas pero que necesitan ser retratadas. Una serie que saca todo el partido posible a una producción audiovisual para contar una historia tremenda y, sobre todo, para plasmar a lo que se exponen hoy en día los adolescentes sin que sus familias ni en muchos casos sus docentes sean conscientes de ello.
La serie es prodigiosa en fondo y forma. Porque no sólo aborda con profundidad, buen criterio y mucha precisión una parte de nuestra sociedad, generando así debate sobre la educación de los jóvenes, sino que además lo hace con un alarde técnico apabullante. Cada uno de los cuatro capítulos de Adolescencia, de en torno a una hora de duración cada uno, es un único plano secuencia. Podría haber sido una simple virguería técnica, pero no sólo se ejecuta con maestría asombrosa, sino que además, que es de lo que se trata, contribuye a hacer aún más intensa la historia, a situar al espectador en la posición de quien siente asistir a los hechos narrados en el momento mismo en el que suceden y no desde lejos, sino dentro de la propia historia. Lo formal aquí, deslumbrante, está plenamente al servicio de la narración.
Dirigida por Philip Barantini, la serie cuenta con Stephen Graham, que interpreta al padre del joven acusado de asesinato, como guionista. El punto de partida no puede ser más poderoso y angustioso: la policía acude a una casa a detener a un chico de 13 años acusado de asesinar a puñalada a una compañera de clase. Muy al principio, ante el asombro de su familia y la constante negativa del chaval, el espectador puede pensar que quizá todo sea un error, pero pronto descubre que no. Entonces surge la pregunta de cómo es posible que un chico que aún tiene peluches en su dormitorio, que sigue siendo un niño en muchos sentidos, ha podido hacer algo así.
La serie es aterradora, sobre todo, para quienes tienen hijos. Muestra con precisión cómo los chavales pasan las horas en su cuarto, en su ordenador o su móvil, sin que su familia sepa realmente en qué andan metidos, qué tipos de contenidos consumen. Incluso se refleja bien que el lenguaje, los códigos que manejan, son ininteligibles para los mayores. Hay una escena reveladora en la que el hijo de uno de los inspectores que investiga el caso (Ashley Walters) le explica a éste que no está sabiendo interpretar los emoticonos de las publicaciones de Instagram del chico detenido. Sencillamente es otro mundo, radical, fanático, conspiranoico, de acoso escolar online y de odio, que está por debajo del radar de las familias.
Aparecen en la película cuestiones como la comunidad de la machosfera y de los incels que odian a las mujeres e infunden un discurso extremista por redes, pero también se hace un retrato nada amable de la educación de los chavales en el instituto. Se muestra el sentimiento de culpa de los padres. Y lo perdidos y vulnerables que están los adolescentes, lo necesitados de ser populares, lo expuestos a la opinión ajena, con las inseguridades de siempre en esa época, pero con redes sociales que perpetúan y amplifican las 24 horas del día los problemas, traumas o situaciones de acoso que antes ocurrían sólo fuera de casa. También se plantea, se esboza, al menos, un debate sobre la reinserción.
Es una serie madura e inteligente, que plantea cuestiones, que intenta entender, que aborda con brillantez una cuestión social compleja. Además del portentoso chaval que interpreta al protagonista y de la muy creíble interpretación de Graham como su padre, completan el elenco, entre otros, Christine Tremarco, que da vida a la madre del joven; Amelie Pease, la hermana, u Erin Doherty, la psicóloga que protagoniza algunas de las escenas más impactantes de la serie en el soberbio tercer capítulo.
Adolescencia me ha recordado a Querer, la excelsa serie de Alauda Ruiz de Azúa. Más allá de las diferencias entre ambas, lógicamente, no son pocas las semejanzas. Ambas son miniseries de cuatro capítulos, las dos retratan un problema social complejo con el patriarcado como trasfondo, ambas se centran en una familia y también las dos abordan sin ánimo de juzgar y con una clara vocación didáctica y de invitar a la reflexión. Y, por supuesto, ambas rozan la perfección.
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