Al reseñar Y todo esto. Una comedia profética, de Rose Macaulay, es inevitable destacar que se publicó en 1918, catorce años antes que Un mundo feliz, de Aldous Huxley, quien además al parecer visitaba a la autora con frecuencia cuando ella estaba escribiendo este libro, editado ahora en España por minúscula con traducción de Ana Belén Fletes Valera. Es inevitable resaltarlo, pero también un tanto reduccionista, porque se puede correr el riesgo así de limitar el atractivo de la obra a esa amistad de la autora con quien se ha considerado siempre como referente y pionero del género distópico, cuando es evidente que tiene un enorme valor por sí misma.
Mas allá de que queda claro que Rose Macaulay fue una otra pionera de las grandes distopías del pasado siglo, y más allá también de su contribución al eterno debate sobre quién, cómo y por qué establece el canon literario, que tan a menudo ha menospreciado las aportaciones de las autoras, lo más importante es que estamos ante una novela divertida y muy ingeniosa. Importa, por supuesto, el contexto. Por lo que esta obra tuvo de pionera, pero también porque fue la respuesta literaria de la autora a la I Guerra Mundial. El libro, de hecho, comienza con una disculpa a modo de prólogo en el que afirma que “este es un relato sobre la vida después de la guerra en el que solo hay espacio para la esperanza”.
En el mundo distópico del libro, tras la guerra, el gobierno decide poner en marcha un Ministerio de Cerebros para impulsar la inteligencia en generaciones futuras y evitar así más guerras. Para ello, se cataloga a todos los ciudadanos en distintas categorías en función de su inteligencia, y se evita que las personas muy estúpidas puedan tener hijos o que las muy listas se casen entre sí, porque sería todo un desperdicio. Como en toda buena obra distópica, tras ese intervencionismo del Estado en los ciudadanos hay muchas dosis de control social, manipulación, cinismo y palabras altisonantes. Todo es por el futuro, por el bien de la sociedad.
Naturalmente, las autoridades se apoyan en la prensa afín. Así se describe, por ejemplo, al Hidden Hand, el diario del gobierno: “Hacía tiempo que se necesitaba un diario como ese. Cuesta entender por qué no había empezado a funcionar hace tiempo. El resto son poco fiables y muy aburridos. Un gobierno debe tener su periódico de cabecera que le muestre su apoyo fiel en todo momento. Para eso estaba Hidden Hand y los lectores no podían fingir que no sabían lo que el gobierno quería que pensaran sobre sus actos”. Una descripción que hará salivar, ayer, hoy y siempre, a los gobernantes autoritarios, que también compartirían su postura sobre lo inapropiado que es fomentar la libertad en las escuelas. “No hace falta explicarlo. Siempre ha resultado inapropiado en los países bien regulados, como ocurre con otros temas como la eugenesia o los pobres, por lo que las autoridades nunca lo han fomentado”, leemos.
Los protagonistas del libro son Kitty Grammont, una empleada del Ministerio de Cerebros, y Nicholas Chester, el ministro. Ambos se ven en la necesidad de defender la posición del ministerio y su política firme de alianzas, contestada por parte de la población y hasta por otros empleados del organismo (“Dios bendito, no. Yo no apruebo nada de lo que hace ningún ministerio. No es eso lo que uno siente por ellos. Comprensión, lástima, afecto incluso, pero aprobación, no” (…) “Muy poca gente se quedaría en un trabajo si tuviera que estar de acuerdo con todo lo que se hace en él”). Pronto sus sentimientos entrarán en contradicción con sus políticas.
Naturalmente, el régimen considera que todo lo que hace es por el bien de la sociedad, lo que pasa es que el pueblo es corto de miras, porque “las personas, en general, no quieren que otras personas sean demasiado inteligentes; no les beneficiará”. En ese mundo de la novela, por cierto, se cuenta que las editoriales lo pasan mal porque, ante el aumento de la inteligencia, desaparecen la poesía insignificante y las novelas insustanciales. El libro, divertidisímo e ingenioso, está lleno de ironía y sátira sobre los abusos de poder y los regímenes autoritarios, pero también sobre la propia sociedad.
La autora escribió esta obra distópica después de una guerra y nosotros la leemos hoy en medio de un mundo que en ocasiones parece una pura distopía, no hay más que mirar hacia la Casa Blanca y la disparatada política de Donald Trump. Así que hoy, como ayer, siguen siendo necesarios libros como este que, entre otras cosas, entre risa y risa, nos recuerden algo tan simple y bello como lo que leemos ya casi al final de la novela: “La humanidad; las sencillas cosas humanas… Ninguna ley puede suplantarlas”.
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