Quijotes en Nueva York

Hay personas que consideran que los grandes clásicos de la literatura se deben venerar en pedestales elevados e inalcanzables y que jamás se debe cometer la herejía de innovar con ellos. También hay quienes desdeñan la danza contemporánea frente al ballet clásico. Hay puristas de todo tipo. Quijotes en Nueva York, la excelente producción de Elephant in the Black Box Company dirigida por Jean Philippe Dury, cuyo estreno mundial ha acogido estos días el teatro del Institut Français de Madrid, no es para ellos, pero sí es para todos los demás

Desde luego, es una obra perfecta para quienes saben que no hay mejor forma de mantener vivos a los clásicos que mirarlos de un modo original y diferente, incluso provocador, y también para quienes tienen claro que sólo desde el profundo conocimiento y dominio de la danza más clásica se pueden crear espectáculos contemporáneos con enorme belleza y maravillosa osadía formal, rompiendo con todo, como es el caso. 

Cuando Cervantes publicó Don Quijote de la Mancha en 1605 quedaban dos décadas para la fundación de la ciudad de Nueva York, aunque aquel primer asentamiento se llamo Nueva Ámsterdam. Esta fascinante obra reimagina al inmortal e intemporal personaje cervantino, trasladándolo a la ciudad estadounidense y al tiempo presente, o incluso futurista, con el metro, los rascacielos y el ritmo frenético en sus calles. Es un juego estupendo y muy sugerente, muy ingenioso, diríamos. Ya desde el título, ese plural y sin el “don” delante, se anticipa que veremos una diversidad de estados de ánimo, situaciones y escenas inspiradas por la historia cervantina, pero dialogando con el presente, con la vida en la ciudad, con esa rueda que no para de girar en la que andamos metidos. 

Deslumbra el cuerpo de baile, formado por Luce Bron, Jill Crovisier, Gonzalo Peguero, Jaime Maldonado y Nia Torres, que protagonizan pasos de mucha exigencia y también con un fuerte componente interpretativo con maestría. La coreografía, de la que es responsable Jean-Philippe Dury, combina momentos intimistas y delicados con otros frenéticos, pasos más calmados, como a cámara lenta, con otros espasmódicos, vibrantes, algunos robóticos, otros casi animalescos, también algunos incluso circenses y hasta con influencias del baile urbano. 

Los bailarines y las bailarinas están acompañados casi en todo momento en el escenario por la violonchelista Iris Azquinezer, quien también es la creadora de la música original del espectáculo. Sin duda, una pieza fundamental de la obra. Su interpretación con el violonchelo da en todo momento el ritmo de la función. Propicia momentos de una belleza cautivadora. Es admirable lo que hace en el escenario. Realmente portentoso. 

Como decía al comienzo, frente el purismo de algunos, el teatro en general y la danza en particular hacen bien en explorar nuevos caminos, en no cerrarse puertas, en apoyarse en todos los recursos a su alcance para contar bien la historia. La obra tiene en todo momento un aire onírico, como de fantasía, para el que son fundamentales la iluminación (Alejo Gozente), el diseño audiovisual e inmersivo, obra de Madrid Produce, juegan un papel clave en la obra, el diseño de sonido (Arne Bock) y la escenografía, muy efectiva, que nos traslada a las calles de Nueva York y también nos sumerge en sueños y alucinaciones

Obviamente, Quijotes en Nueva York no es ni busca ser un reflejo fiel de la obra cervantina. Pero, sin serlo, de un modo audaz y atrevido, sí logra captar la esencia del libro y trasladarla al presente, con pasajes de locura, de exaltación de la libertad, del poder de la ilusión y la fantasía, y otros que muestran el riesgo del individualismo, la incomprensión del mundo alrededor o la la soledad en medio de mucha gente. Es, en fin, una maravillosa obra de danza inspirada en el Quijote que nos recuerda que no hay mejor homenaje a los clásicos que retorcerlos y llevárselos muy lejos de su origen, porque sólo así demuestra su vitalidad y su vigencia, y también que la danza contemporánea cuenta con talento y osadía para causar en el espectador el mismo efecto de asombro y deslumbramiento que logran las obras clásicas, pero desde un lugar completamente distinto. 


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