Pequeñas cartas indiscretas

 

Hay pocas palabras más irresistibles en el cine que “comedia británica”. Siempre he defendido, porque lo creo de verdad, que la nacionalidad de una película no es un género en sí mismo, y por supuesto que no todas las comedias británicas son igual de buenas o divertidas, pero en la mayoría de los casos hay algo que las hace únicas en su sentido del humor, la mezcla de mala leche y ternura, su forma de reírse de los estereotipos de la sociedad británica, su sentido del ritmo, su enfoque social pero no panfletario, su frescura, su excelencia interpretativa y, en fin, su elevada calidad media. 


Pequeñas cartas indiscretas, dirigida por Thea Sharrock, reúne todas esas virtudes de las buenas comedias británicas. La película está basada en un asombrosa historia real que, desde luego, pedía a gritos ser llevada al cine. En los años 20, en la pequeña y tranquila ciudad de Littlehampton, una vecina muy religiosa que vive con sus ancianos padres, Edith Swan (Olivia Colman), recibe cartas llenas de mensajes obscenos y soeces, lo que solivianta sobre manera a todo el pueblo. Todos parecen convencido de que la culpable de enviar esss misivas es Rose Gooding (Jessie Buckley), una mujer que es vista como disoluta, que cuida de su hija junto a su novio, que es de vida alegre y no encaja en las rígidas convenciones sociales de ese pequeño pueblo. Sin embargo, la agente de policía Gladys Moos (Anjana Vasan) no cree en su culpabilidad e intentará investigar y resolver el caso,  pesar de que, por el hecho de ser mujer, nadie se la toma demasiado en serio ni le da competencias para ello. 


La película, que tiene momentos realmente hilarantes pero que destaca sobre todo por esa comicidad ligera y esa retranca tan propia de las comedias británicas, ofrece en realidad un retrato de la muy conservadora sociedad de la época. La vecina tildada de casquivana es la culpable perfecta: deslenguada, ajena a las convenciones sociales, libre, avanzada a su tiempo… Enfrente tiene a una mujer devota, que consagra su vida al cuidado de sus padres, que es lo que se espera de una buena hija, temerosa de dios. Dos mundos. Dos visiones de la vida. 


El desparpajo y la frescura de las interpretaciones, en especial de las dos protagonistas, pero también de los secundarios, es uno de los pilares de la película, que recuerda lo duro que es alguien diferente que no va a las reuniones comunitarias ni comulga con los rígidos principios del orden que imperan en ese pueblecito. Es una película que muestra también lo espantoso del machismo en aquel tiempo, reflejado sobre todo en la forma en la que se juzga a esa mujer sólo por no encajar en el estereotipo de lo que se espera de una buena madre, y también en las complicaciones que la agente de policía investigadora del caso encuentra para hacer su trabajo. Entre otras ridículas imposiciones machistas, debe decir siempre que es una “agente femenina”, no vaya a ser que alguien no se percate de que es una mujer y, por lo tanto, a ojos de la sociedad de la época, alguien de menos valía, no del todo confiable, que está en la comisaría sólo para calmar a las mujeres que se pongan histéricas. 


A Olivia Colman, siempre perfecta, se la ve pasárselo en grande. Su personaje, que tiene una evolución y una carga de profundidad que no conviene desvelar en esta crítica, es un auténtico regalo interpretativo que ella degusta con la maestría habitual. La intérprete está en ese punto de su carrera en el que puede elegir los proyectos y, de un tiempo a esta parte, divertirse con la historias que cuenta parece un principio clave a la hora de elegir sus papeles. Y mira que nos alegramos los espectadores. Pequeñas cartas indiscretas, en fin, es exactamente lo que uno espera de una comedia británica. Larga vida para ellas. 

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