Salomé



La historia bíblica de Salomé, la hijastra de Herodes que le pidió a éste la cabeza de Juan Bautista en una bandeja de plata, ha inspirado múltiples obras como la pieza teatral de Oscar Wilde en 1891, la ópera de Richard Strauss basada en aquella obra que se estrenó en 1905 o la clásica película de William Dieterle en 1953 en la que Rita Hayworth daba vida a la protagonista. Estos días el Festival de Teatro Clásico de Mérida acoge la versión de Magüi Mira de esta historia inmortal que habla de sensualidad y poder, y que en este caso, plantea una atractiva relectura feminista a la historia bíblica, con una gran Belén Rueda en el papel de Salomé.

 

La obra es una sucesión de decisiones arriesgadas, la inmensa mayoría de ellas bien resueltas. El simple hecho de modernizar historias clásicas es siempre susceptible de despertar críticas y controversias. Existe el riesgo de no ser entendido, de que haya miradas puristas que no acepten nuevas fórmulas o planteamientos. Pienso que no hay problema alguno con hacer revisiones y lecturas novedosas de las historias clásicas, lo único exigible es que la puesta en escena, los diálogos y las interpretaciones estén bien armadas, que sorprendan y sean atractivas, como es el caso. De hecho, es así, haciendo nuevas versiones y no ciñéndose al pie de la letra a textos de otras épocas, como de verdad se respeta a los clásicos y se perpetúa su vigencia. Sin miedos ni líneas rojas, sin más obligaciones que la creatividad y el talento. Se puede hacer una versión canónica de una obra clásica que sea perfecta o desastrosa, igual que con una versión moderna y rupturista. Lo que importa de verdad no es la vocación de respetar al detalle un texto clásico o la de darle otro aire, sino la forma en la que se haga, la maestría que se consiga o no al llevar a cabo el proyecto. 


Esta Salomé de Magüi Mira es el perfecto ejemplo de hasta dónde puede llegar con acierto una revisión contemporánea de una historia tan antigua. Acierta al incluir un coro, figura del teatro clásico, pero nada convencional y que en este caso hace las veces de guardia real y representa de alguna forma el patriarcado, la milenaria mirada censora y represora del hombre hacia la mujer. También es un acierto incluir la figura de la estrella Cirio (Sergio Mur) como narrador que sitúa la acción e, inmortal ella desde el cielo, establece paralelismos entre aquel tiempo, el pasado y el futuro, porque los hombres siempre están con sus dioses y sus guerras.


Una de esas arriesgadas decisiones, que casi hasta el final de la función no sé si me convence del todo o no, es que Juan el Bautista (Pablo Puyol) canta temas con un toque moderno, como de pop, con letras que hablan del tiempo nuevo que el profeta predicaba. Es un contraste fuerte, pero creo que precisamente por el hecho de que se presente a Juan como alguien que pide un nuevo tiempo, con otros lenguajes y otras formas, justifica estos momentos musicales. También el contenido de las letras de las canciones, de un lirismo precioso, y lo bien que los defiende Puyol. 


Belén Rueda, extraordinaria, da vida a una Salomé cansada de no tener ni siquiera un nombre, porque en la Biblia sólo aparece como la hija de la Reina Herodías. Se la presenta como alguien sensual que queda prendada de Juan el Bautista, pero no como a una mujer caprichosa. No es esa princesa frívola que hemos visto en otras representaciones del personaje. Es una mujer que quiere vivir libre, que se siente atrapada en palacio y que conecta con el mensaje revolucionado del Bautista, quien la rechaza.

 

La obra combina distintos tonos. Desde luego, la tragedia, el drama, pero también la comedia. Por lo general, este último llega de la mano de la reina Herodías, a la que da vida Luisa Martín y que aparece aquí como una mujer de vuelta de todo, con un pasado duro de maltrato a sus espaldas y que suple con frivolidades, riquezas y devaneos sexuales un vacío existencial. Es un personaje jugoso que, ya digo, aporta la escapatoria cómica a lo largo de la obra. En ocasiones me resulta un tanto excesivo. A su lado, el rey Herodes (Juan Fernández), quien ya desde su atuendo, encorbatado y con corona, es presentado como el dictadorzuelo sin escrúpulos de ayer, hoy y siempre. El poder irracional y despótico, un tipo machista y que presume de ser poderoso, pero que en realidad vive sometido a Roma, de quien depende para seguir en su trono, y que está atemorizado por el poder revolucionario del mensaje del Bautista. No quiere un tiempo nuevo, representa el viejo, viejísimo, al ordeno y mando. 


La escenografía, de la que son responsables Curt Allen Wilmer y Leticia Gañán, es muy efectiva: dos mesas alargadas llenas de viandas y caprichos reales que simbolizan bien la burbuja de ostentación en la que viven en la corte mientras el pueblo se muere de hambre. Siempre que veo teatro en este imponente espacio pienso que la escenografía es todo un reto, por sus dimensiones, por la necesidad de integrarlo con acierto en este histórico lugar y por la importancia que tiene para contar la historia. En esta obra, sin duda, cumple con nota. También eleva el poder de la historia la iluminación, al frente de la cual está José Manuel Guerra. Hay un momento, ya al final de la obra, en el que un cambio de iluminación resulta muy impactante y tiene una fuerza narrativa brutal para contar algo trascendente en la historia. 


Salomé, en fin, parte de una historia clásica y le da un enfoque moderno y atrevido para hablar de feminismo, de poder, de seducción (reivindica un tiempo nuevo en el que la fuerza de seducción no provoque terror, sólo placer y confianza en la vida), de las eternas ilusiones por cambios sociales m que acaben con las injusticias y que no terminan de llegar. Es una obra que saca todo el partido al imponente escenario del Teatro Romano de Mérida y que demuestra lo vivo que está el festival emeritense, que este año celebra su edición 69 y del que se cumplen 90 años desde su nacimiento en 1933. Salomé es la apuesta principal del Festival este año y se representará dos fines de semana seguidos, este y del 18 al 20 de agosto. 


Por cierto, el teatro exige a los espectadores, y cuando es bueno como anoche consigue de inmediato, la suspensión de la realidad. No vemos a intérpretes representar una historia, vemos esa historia, a esos personajes en acción. Nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestras circunstancias. Estamos asistiendo a una historia, formamos parte de la milenaria tradición humana de dejarse asombrar por relatos. A veces la realidad se manifiesta del peor modo posible en un teatro y es lo que sucedió ayer cuando la función llevaba transcurrida más de una hora y de pronto unos gritos procedentes de la parte alta del teatro obligaron a detener la obra. Hubo cierto confusión hasta que entendimos que algo estaba ocurriendo a un espectador y se pidió la asistencia médica. Se escuchó eso tan teatral y peliculero de preguntar si hay algún médico en la sala. Había, unos cuantos, entre el público, que acudieron rápido a ayudar, y también el equipo médico del Festival, que solventó rápidamente la situación. Afortunadamente, se trató sólo de una lipotimia y se quedó en un susto. Los sanitarios se llevaron un aplauso fuerte del público, que prolongó después la ovación para animar a los intérpretes, como para recuperar el sortilegio, regresar a la dulce mentira de viajar a la Judea de siglo I, a volver a no ser nosotros mismos no vivir en este tiempo, a regresar a la magia única del Teatro Romano de Mérida, a la que es un privilegio poder volver año tras año. Hasta la próxima. 


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