La infanta Cristina y su esposo han hecho más daño a la monarquía que cualquier otro escándalo, que haberlos los ha habido, de la casa real en su reciente historia. Felipe VI preparaba ayer su primer discurso de Nochebuena como rey cuando el juez Castro anunció que mantiene la imputación de su hermana, lo que significa que por primera vez en la historia un miembro de la casa real se sentará en el banquillo de los acusados y tendrá que responder ante la Justicia por unos presuntos delitos que podrían costarle hasta ocho años de cárcel. La Fiscalía, que en este caso ha ejercido con escaso disimulo de defensa de la hermana del rey, pedía hace unas semanas que no se imputara a la infanta Cristina porque nada sabía de los delitos que había cometido presuntamente su esposo. El juez, con buen criterio, ha mantenido la imputación de una persona que compartía al 50% la propiedad de una sociedad donde su esposo desvío dinero obtenido de forma irregular, a una señora que pagaba en negro, presuntamente, a sus empleados domésticos y, en definitiva, que se daba la buena vida no sólo con lo que le pagaba su padre y con los privilegios de cuna por haber nacido donde nació, sino también, y parece que en especial, por lo obtenido por el instituto sinónimo de lucro Noos.
Es una noticia tranquilizadora el hecho de que la hermana del rey se vaya a sentar en el banquillo, salvo que sus abogados defensores y el apartado del Estado se saquen de la manga algún recurso o alguna doctrina a la que poner su nombre, como con excesiva frecuencia han hecho los poderosos en este país para remarcar que la Justicia no es tan igual para todos. Es una noticia tranquilizadora, no porque exista un afán de venganza, un ansia justiciera en la sociedad. No se trata de eso. Tranquiliza que la infanta se vaya a sentar en el banquillo de los acusados sencillamente porque es evidente que cualquier otro ciudadano en su lugar tendría que hacerlo. Existen indicios de que cometió delitos y por tanto, se apellide como se apellido, tenga los dígitos que tenga su DNI, debe responder ante la Justicia.
Existen pocos, muy pocos, resortes a los que poder agarrarse en esta España corrupta, sucia y triste en que vivimos. Uno de ellos, sin duda, es la Justicia. Una Justicia que trate a todos por igual. Que ser hija o hermana de rey no signifique carta blanca. Esa es la buena noticia. Los palmeros de la infanta, que hoy recurren a la lotería navideña para arrinconar en sus portadas la noticia de la hermana del rey imputada, afirman con desahogo que doña Cristina está indefensa, ni más ni menos. Que ser quien es no sólo no le ha beneficiado, sino que le ha perjudicado. Que no estaría imputado si no fuera porque es hermana de rey. Según esta cósmica visión de la realidad, el juez Castro sería una especie de justiciero con sed de venganza y odio hacia la casa real con un empeño ciego por imputar a la infanta. Los ciudadanos, mientras, seríamos todos el analfabeto populacho que hace guardia en la plaza del pueblo a la espera de que pasen los nobles por la hoguera.
La realidad es otra. La realidad es que en un Estado de derecho cualquier ciudadano debe ser igual ante la ley. Ha costado, mucho, demasiado, pero en este caso, hasta el momento y sólo gracias al buen hacer del juez Castro, parece que se va a tratar a la infanta como se ha hecho, por ejemplo, con la esposa del socio de Urdangarin y como se haría con cualquier otra persona en su lugar. Ni más ni menos. Es evidente que este caso daña mucho a la monarquía, la institución que antes ha reaccionado este año con la abdicación del rey a la palpable sensación de hartazgo en la ciudadanía y a la necesidad de renovación. Pero también lo es que la firmeza del nuevo rey en este asunto le otorgaría credibilidad. Si el monarca habla claro sobre ello, aun sabiendo que es un asunto delicado puesto que es su hermana quien está en esta situación, esto le hará un favor, le dará prestigio, confianza. Si, por el contrario, el rey se limita a emplear palabras huecas, generales, que en realidad no digan nada, el caso Noos pasará factura a esa "monarquía renovada para un tiempo nuevo" que prometió don Felipe el día de su proclamación.
Este caso, reconoce el juez Castro en el auto de imputación a la infanta, ha sido cualquier cosa menos convencional. El instructor ha tenido que razonar con mucha más profusión que en cualquier otro imputado las razones que le llevan a acusar a la infanta. Esta es una anomalía que muestra hasta qué punto es una falacia que doña Cristina ha estado indefensa o que ha sido perseguida por ser quien es. El aparato del Estado se ha puesto al servicio de la hermana del rey. La Fiscalía y la Abogacía del Estado han ejercicio de facto de defensa de la infanta, algo nada usual en ningún juicio. Hemos visto actuaciones extrañas y poco frecuentes como la desimputación de la infanta que aprobó inicialmente la Audiencia de Palma o las severas acusaciones del fiscal Horrach al juez Castro por decidir imputar a la hermana del rey.
Por tanto, sí. La noticia de ayer tranquiliza, por cuanto muestra que en cierta forma la Justicia es igual para todos. Pero sólo en cierta forma. Porque muchas instituciones del Estado no han estado a la altura en este caso. Recordemos, por ejemplo, esas palabras de Mariano Rajoy (quien ya ejerció de visionario con el futuro judicial de Bárcenas o Matas, entre otros) cuando afirmó que estaba convencido de que a la infanta le iría bien. De momento, va a declarar como acusada ante la Justicia. Esta noticia, pues, debería reflejar la normalidad de un Estado de Derecho que funciona y que no trata distinto a las personas en función de su posición social. No ha sido tanto así, insisto, pero al final la Justicia parece abrirse paso.
Por lo demás, es una constatación, otra más, del grado de descomposición en el que se encuentra el sistema en España. No hay institución (clase política, empresarios, sindicatos, monarquía...) libre de escándalos de corrupción. El rey tiene una oportunidad mañana mismo (la tuvo ayer, en realidad, que fue cuando se grabó el discurso de Nochebuena) para mostrar firmeza y contundencia contra esta lacra. Todos los servidores públicos deben ser escrupulosamente ejemplares, pero aún más aquellos que no son elegidos por los ciudadanos en las urnas, porque si algún sentido tuvo alguna vez la monarquía es que los que encarnan la Jefatura del Estado y sus allegados sirvan con ejemplaridad al país de forma neutral. Si ni siquiera esa mínima decencia pueden mostrar, qué razones quedarán para defender un sistema tan anacrónico como este en pleno siglo XXI. Felipe VI tiene en sus manos la posibilidad de mostrar que él está de verdad comprometido con la regeneración en el país y que eso empieza por su propia casa.
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