No hay muchos casos en la historia como el del museo Guggenheim y Bilbao. Por supuesto que ha habido otros museos que han revitalizado o han añadido alicientes para visitar una ciudad, pero quizá ninguno ha tenido un impacto tan descomunal como el del museo diseñado por Frank Gehry que se inauguró hace 28 años en la ciudad del Nervión. Fue la piedra angular de la gran transformación de la ciudad y su impacto ha provocado un intenso debate. Se habla del efecto Guggenheim. Por supuesto, también hubo críticas, como las de quienes hablaron de gentrificación. Siempre es bienvenido y necesario el debate, pero parece fuera de toda duda que fue un inmenso caso de éxito.
Bilbao se transformó por completo en tiempo récord y el Guggenheim, mucho más que un museo, tuvo mucho que ver con ello. Se convirtió de inmediato en el gran símbolo de la ciudad y fue el catalizador del gran cambio de Bilbao, de ciudad industrial y gris a otra con un paisaje urbano mucho más amable para el ciudadano y el visitante, con más zonas verdes y junto a la transformación de muchos más espacios de la ciudad, aparte del museo. Hoy la ciudad es otra y aquel proyecto, con el Guggenheim en el centro, se estudia y analiza en todo el mundo. También se intenta replicar en otras ciudades (más 130 se han dirigido desde entonces a la fundación Guggenheim para intentar seguir los pasos de Bilbao), aunque cuesta encontrar en cualquier otro momento histórico y en cualquier otra ciudad del mundo un fenómeno semejante.
El Guggenheim es, por todo lo anterior, mucho más que un museo, pero también es, por supuesto, un museo sugerente, innovador y atractivo, que recibió el año pasado 1,3 millones de visitas. Hacía demasiado tiempo que lo visité la última vez, así que en mi último viaje a Bilbao dediqué una mañana a recorrer sus salas. Conviene acudir al museo, a todos, pero más a los que abordan el arte contemporáneo, con mente abierta y disposición a dejarse sorprender. Es imprescindible dejar los prejuicios en la puerta, junto a Puppy, ese perro gigante con flores obra de Jeff Koons, que se ha convertido en una de las estampas más icónicas de la ciudad.
En la primera planta del museo, tras la original obra audiovisual Desmayos, de Sky Hopinka, artista perteneciente a la nación Ho-Chunk de Wisconsin y especializada en retratar la cultura y las creencias tradicionales de los pueblos indigenas, visito La materia del tiempo, de Richard Serra. Esas grandes planchas de acero que se ondulan y giran, con formas caprichosas y laberínticas, impresionan. Es lo que más recordaba de mi visita anterior, lo que más me impactó. Es muy interesante el documental con entrevista al autor que se expone en la sala contigua. En él explica su afán de bajar la escultura del pedestal y de reproducir formas que no ha visto nunca en la naturaleza ni en la escultura que redefinan el espacio. “Importa tanto el vacío como el espacio”, afirma el autor.
Precisamente el espacio ocupa también un lugar central en la exposición temporal de Maria Helena Vieira da Silva, llamada Anatomía del espacio. De su obra se dice, con razón, que en ella el espacio se vuelve a la vez presente y ausente. Juega con las formas, que desdibuja, e invita al visitante a completar la obra figurativa que tiene delante. Ella dijo que “una pintura nunca está terminada”, y tal parece, desde luego, en muchas de las suyas, que cuentan con la complicidad del lector para dejarse atrapar por esas formas ambiguas, esquivas, que vienen y van, que se desvanecen y parecen tener vida. También contó la pintora portuguesa que “los pintores podemos sonar estúpidos cuando hablamos. Sabemos muchas cosas, pero hablamos a través de nuestras pinturas”.
Su vida marcó mucho su obra. Nacida en Lisboa, con 20 años se muda a París, donde conoce al que será su marido, el pintor húngaro Arpad Szenes, de quien ya sólo la muerte los separaría. Cuando tuvieron que exiliarse en Río de Janeiro al estallar la Segunda Guerra Mundial, sus cuadros se llena de angustia y dolor. Al volver a París, regresan el color, la luz y la alegría de vivir.
La autora se definía a sí misma como una mujer de ciudad y son especialmente sugerentes los cuadros dedicados a París, al lado de otro de Venecia, coincidencia que me hizo sonreír, porque es otro paralelismo más entre las dos ciudades que visité deslumbrado hace un mes y sobre las que escribí aquí. Me fascina el óleo sobre lienzo La estación Saint-Lazare, en el que a simple vista uno parece ver sólo formas y figuras sin orden alguno, pero que, en efecto, terminan casi mágicamente representando lo que sugiere su título, como si el cuadro acabara en la mente de quien lo contempla, y así ocurre con muchas de sus obras, gracias a sus formas y perspectivas esquivas.
La otra gran exposición temporal que alberga el Guggenheim de Bilbao estos días es Another day, another night, la primera retrospectiva en España de la artista estadounidense Barbara Kruger, que ocupa casi en su totalidad la segunda planta del museo. Su obra posa una mirada muy crítica sobre la sociedad actual con un lenguaje visual directo y provocador, que tiene como referencia formal las estrategias de los medios de comunicación de masas, ya que ella empezó su carrera en el diseño de revistas y la composición editorial.
Es muy impactante. Emplea las fotografías y los vídeos para rotular con letras simples mensajes directos como “tu cuerpo es un campo de batalla”, “compro, luego existo” o “Mi dios es mejor que el tuyo”. Habla de política, consumismo, machismo, demagogia, fama… No deja títere con cabeza. Tiene un enfoque muy original y convierte todo en arte, desde unas mascarillas que creó en la época del Covid-19 hasta sus notas con correcciones a un cuestionario que le envió una revista sobre la identidad en nuestros tiempos o una obra que ella crea con imágenes halladas en Internet que asemejan su estilo pero no creó ella. Es muy potente.
Aún con el impacto de la exposición de Kruger en la retina (como la obra de arriba, que es una cita de Virginia Woolf que ocupa una pared entera de una sala gigantesca), subo a la tercera planta, donde se encuentra parte de la exposición permanente del museo. Hay una zona dedicada al arte y el conflicto, que tristemente no puede ser más oportuna en este momento histórico. Desde la obra de Doris Salcedo que convierte objetos cotidianos en instrumentos de tortura a la de Jenny Holzer, que toma testimonios de civiles torturados en Siria como mensajes luminosos.
En la sala contigua, como muestra clara de los contrastes y la gran amplitud temática y estilística del museo, entramos en el arte pop, con distintas obras como Ciento cincuenta Marilyns multicolores, de Andy Warhol. La última obra que contemplo en esta magnífica mañana en el Guggenheim de Bilbao es Sala de espejos del infinito- Deseo de felicidad para los seres humanos desde más allá del universo, de Yayoi Kusama, un cubículo cerrado con aforo y tiempo limitado, con espejos y luces que generan un efecto alucinógeno. Un colofón perfecto a una visita inspiradora, sorprendente y muy impactante a un museo que hace menos de tres décadas resultó decisivo en una de las mayores y más exitosas urbanas de la historia, y que desde entonces mantiene además el pulso y la vocación por seguir mostrando arte contemporáneo que invite a reflexionar sobre el presente desde el impacto, el asombro y la fascinación.









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