Terminé de leer La hora de los depredadores de Giuliano da Empoli, editado por Gallimard en su versión original en francés y por Seix Barral en español, cuando estaba a punto de aterrizar en París. En su capítulo final, el autor habla de la pequeña localidad de Lieusaint, precisamente muy próxima a la capital francesa, que un buen día se llenó de tráfico. Su alcalde terminó descubriendo que era porque Waze, el GPS de Google, recomendaba ir por ahí para ahorrar tiempo. A Waze, por supuesto, le daba igual que eso pusiera en riesgo a los vecinos, que pasaran muchos coches a gran velocidad por una residencia de ancianos u una guardería o que se empeorara ñ calidad de vida de un pueblito tranquilo. El objetivo de esa app es recomendar la ruta más corta y nada más importa. Como tenía pensado coger un Uber tras aterrizar para llegar al hotel, inevitablemente me pregunté si el coche entraría por esa pequeña localidad. El libro se centra en las grandes empresas tecnológicas y su impacto en la vida de la gente, pero la coincidencia con su historia final me llevó también a reflexionar sobre nuestro papel en ello, incluso sin darnos cuenta, dada la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas.
Este ensayo del autor del impactante libro El mago del Kremlin, sobre el régimen de Putin, parece aludir en su título a líderes políticos autoritarios decididos a imponer la ley del más fuerte como Trump, Bukele o Mohamed Bin Salman y, en parte, así es, pero en realidad a quienes señala con más contundencia es a las grandes empresas tecnológicas que desarrollan la inteligencia artificial sin prestar atención a sus riesgos y que alimentan por acción u omisión discursos de odio y desinformación a través de las redes sociales. Ellos son los verdaderos depredadores a los que alude el título de la obra y a los que los gobernantes tratan con guante de seda. Los gobernantes son presentados en cierta forma como sus tontos útiles.
Afirma el autor que los responsables políticos de las democracias occidentales se han comportado con las grandes tecnológicas como Moctezuma con los conquistadores españoles del siglo XVI, con una cierta sumisión para intentar evitar el deshonor y la confrontación directa. Es una imagen poderosa y muy atinada. Los gobernantes, en efecto, intentando contemporizar con las empresas que desarrollan una tecnología disruptiva, mitad fascinados por ella y sus posibilidades, mitad temerosos, igual que Moctezuma y su corte ante la llegada de los conquistadores españoles, con armas que no habían conocido en esa parte del mundo. Aquella actitud complaciente ante los invasores españoles no salió bien y, en opinión del autor, lo mismo ocurrirá con las grandes tecnológicas hoy en día.
“Soy profundamente incompetente en materia de inteligencia artificial. Por contra, al frecuentar la política, he desarrollado una cierta competencia en el campo de la estupidez natural. Si pensamos en en futuro de la inteligencia artificial, debemos admitir que no sólo va a reforzar la inteligencia humana, sino también nuestra estupidez”, escribe Da Empoli, quien fue asesor del político italiano Matteo Renzi y que cuenta aquí, casi a modo de crónica, algunas vivencias como las intrahistorias de la Asamblea General de la ONU, algunas cumbres internacionales o conferencias en las que coincidió con los mandamases de las empresas que desarrollan la IA. Hace un retrato muy descarnado de ellos, a quienes presenta como personas con Asperger obsesionadas con convertir a los hombres en máquinas que hablan como visionarios alocados.
Ante los peligros de las grandes tecnologías, afirma el autor, los gobernantes han oscilado entre la pasividad y el intento de sacar partido de ellas. Pone como ejemplo a la consultora Cambridge Analytica y su forma de manipular a la opinión pública y manejar los datos para dirigir campañas políticas. Cuenta unas declaraciones reveladoras de su máximo responsable, que afirmó que cualquier otra agencia tradicional propondría campañas publicitarias y demás iniciativas clásicas para aumentar la venta de Coca Cola en unos cines, pero que ellos lo que harían sería subir la temperatura en las salas para que así la gente tenga más sed. Eso es justo lo que hacen quienes manejan las redes sociales para su beneficio: detectar temas divisivos y calentar el ambiente dando voz a las posturas más radicales.
Por supuesto, el libro es muy crítico con la corriente de líderes extremistas y autoritarios, desde Trump a Bukele pasando por Milei. No ahorra ataques a su forma de entender la política, su obsesión peligrosa de romper consensos y su escaso nivel intelectual (afirma que Trump no lee absolutamente nada, ni siquiera las notas breves que les preparan sus asesores, es un auténtico analfabeto funcional). Pero también es muy crítico con los líderes de la democracia liberal, con quienes deberían plantar cara a esta oleada de políticos iliberales y extremistas. Porque, en opinión del autor, también tienen parte de culpa de lo que está ocurriendo.
Da Empoli menciona a menudo a Obama y lo presente en cierta forma como síntoma de esa responsabilidad de los líderes democráticos liberales y con tendencia progresista en lo que está sucediendo. Cuenta el papel clave de Erich Schmidt, entonces número uno de Google, en la la reelección de Obama, gracias al proyecto Narval en el que se usaron datos de millones de ciudadanos en Estados Unidos. Es decir, el Partido Demócrata no sólo no detuvo los riesgos del uso excesivo del Big Data o de las redes sociales, sino que sacó partido de ello. Llega a decir que Obama sabe con un elevado grado de precisión los nombre y apellidos de sus votantes, y que su triunfo de 2012 fue más atribuible al uso de las redes y los datos que a la política como tal.
El autor también culpa al bloque progresista de haber abandonado el combate contra las desigualdades económicas para centrarse en la defensa de las minorías, no porque éstas no sean importantes, sino porque aquello era mucho más difícil en un contexto de capitalismo desaforado. En opinión de Da Empoli, partidos como el Demócrata en Estados Unidos se volcaron en políticas identitarias que fueron más allá de las posiciones de su votante medio, que sin embargo sintió la subida del coste de vida y un aumento de las desigualdades económicas. Pone como ejemplo de esa distancia entre cierta clase política y su electorado la presentación de la fundación de Obama tras perder las elecciones, en las que había de sesiones de meditación, una entrevista con el príncipe Harry de Inglaterra para hablar del estado de la juventud o un concierto privado de Gloria Estefan. Se comenta solo.
Aunque no es la parte central del libro y, de hecho, queda un poco raro, como desconectado de la tesis que defiende, es muy interesante el pasaje en el que cuenta los entresijos de la Asamblea General de la ONU en 2024. Explica, por ejemplo, que todos los dirigentes se consideran los más importantes del mundo y que todos ellos cambian por unos días sus palacios por salas pequeñas y antiguas del edifico de la ONU. También confirma lo que se sospechaba, que casi nadie atiende realmente a los discursos, o que la política internacional tiene un exceso de testosterona, ya que sólo el 10% de las personas que intervienen en la Asamblea son mujeres.
La hora de los depredadores, en fin, algo deslavazado a ratos, es un interesante y nada complaciente retrato de la política actual, entre líderes autoritarios fans de Maquiavelo, aunque no lo hayan leído, porque en general no son muy de leer, y magnates tecnológicos mesiánicos deseosos de convertir a los seres humanos en máquinas regidas por algoritmos.

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