Tras hablar de los paseos únicos que ofrecen Venecia y París, de sus librerías y sus museos, hoy es el turno de sus monumentos. Pensaba mientras contemplaba la Torre Eiffel desde el Trocadero en lo muy vilipendiada que fue en su construcción. No gustó nada a los parisinos de la época, que lo veían como un amasijo de hierros. Entre otros, artistas como el escritor Alejandro Dumas hijo o el arquitecto Charles Garnier, diseñador del Palacio de la Ópera, firmaron una tribuna en la que pedían paralizar la construcción de lo que calificaban como una “inútil monstruosa” torre que, según contaban, el pueblo ya llamaba “la torre de Babel”. El tiempo terminó dando la razón a Eiffel y hoy su torre es el emblema incuestionable de la ciudad, y eso que no le faltan monumentos formidables.
Supongo que el símbolo de Venecia es la plaza de San Marcos, aunque podría ser también el puente de Rialto, el más bello, el más fotografiado. La gran joya de la plaza es la Basílica de San Marcos. Es preciosa por fuera, pero resulta enormemente impactante por dentro.
Los mosaicos bizantinos de su fachada dan una pequeña pista de lo que se puede encontrar en su interior, que es muy distinto a cualquiera de los otros 178 templos religiosos que se pueden encontrar en la ciudad. Son 8.000 metros cuadrados de oro y 2.000 metros cuadrados de mármol. Impresiona el interior dorado de la basílica, que cuenta el Antiguo y el Nuevo Testamento. Arriba, el dorado, el oro, lo divino; abajo, elementos terrenales, para recordar a todos, incluidos los poderosos, que están en un lugar sagrado. También la terraza permite contemplar unas imponentes vistas de la plaza de San Marcos y de la ciudad.
Al lado de la Basílica se encuentra la otra gran joya de la ciudad, el Palacio Ducal. Éste, símbolo del poder terrenal, el de los nobles, donde se acogía el Senado y el Consejo de los diez. Cada sala guarda una maravilla: su imponente escalera de oro, fabulosos frescos y lienzos de Tintoretto como el del paraíso, el más largo del mundo.
También impacta pasar por el conocido como puente de los suspiros, bautizado así por Lord Byron, que pidió pasar allí una noche y que lo llamó así porque era a través de las minúsculas ventanas de ese puente como los condenados veían por última vez los canales de Venecia, expresión máxima de la belleza y la libertad de la que no gozarían más.
Por supuesto, Venecia tiene una inagotable cantidad de monumentos y palacios de todo tipo. Entre sus centenares de iglesias, muchas de ellas, de visita gratuitas, me gustó especialmente la Iglesia san Zaccaria, la de San Silvestre (con lienzos de Tintoretto) y la Basílica de Santa María de la Salud, pero al igual que ocurre con sus callecitas, sus puentes y sus canales, lo mejor es dejarse sorprender.
Naturalmente, otro de los símbolos de París, aparte de su celebérrima torre, es su catedral de Notre Dame, la que tanto hizo sufrir hace seis años por culpa del incendio que amenazó a esta joya arquitectónica que es templo religioso, pero también un escenario clave de la historia de Francia y de Europa. Hoy, ya reconstruida, luce espléndida y vuelve a acoger visitas. Muy cerca de ella está la Sainte-Chapelle, quizá la más impactante de cuentas se pueden encontrar en la ciudad.Otras iglesias parisinas que llaman la atención son Sainte-Madeleine, con su fachada sorprendente que más parece ser un templo clásico, o la Iglesia de Saint-Étienne du Mont, muy próxima al Panteón, en la que están enterrados Pascal y Racine, además de la patrona de París, Santa Genoveva, a la que los fieles le hacen peticiones y le llevan ofrendas. Es muy parisina, muy francesa, esa presencia de referencias a intelectuales y científicos incluso dentro de una iglesia.
No vamos a mencionar aquí todos los monumentos parisinos que merecen una visita, empezando por los Inválidos, donde está enterrado Napoleón, siempre imponente, pero quizá el gran símbolo que habla de la relación de Francia con su tradición y su cultura, la forma de cuidar su memoria, sea el Panteón de los hombres ilustres, donde el país rinde homenaje a hombres y mujeres de todos los ámbitos que destacaron por sus aportaciones a lo largo de su vida. Justo coincidiendo con nuestra visita a París, en las inmediaciones del Panteón preparaban la entrada en el mismo de Robert Badinter, que tuvo lugar el jueves pasado en una ceremonia con toda la pompa francesa, encabezada por Macron. Badinter fue ministro de Justicia cuando se eliminó la pena de muerte y se despenalizó la homosexualidad. En las librerías y quioscos de la ciudad no cuesta encontrar libros y publicaciones especiales sobre la vida de Badinter. Siempre da cierta envidia ver la forma en la que Francia cuida sus valores republicanos y guarda la relación con su pasado.
Termino este artículo dedicado a los monumentos de Venecia y París con la obra de uno de los firmantes de aquella carta contra la Torre Eiffel: el Palacio Garnier, uno de los teatros de ópera más bellos e impresionantes del mundo. El imponente edificio, ordenado construir por Napoleón III, es precioso por fuera, aunque parte de su fachada está ahora en rehabilitación, pero sobre todo por dentro, con una asombrosa escalera central, bustos compositores, terciopelos, una gigantesca lámpara de araña de luces que pesa más de seis toneladas y una preciosa pintura de Chagall en el techo. También es uno de los teatros de la ópera con mejor acústica del mundo, como pude comprobar en la soberbia interpretación de Giselle.
Mañana continúa esta serie de artículos de Venecia a París con las excursiones que hicimos desde ambas ciudades estos días.
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