Más allá de la blanquitud

 

Jane Lazarre se casó con un hombre negro en 1968, cuando los matrimonios “interraciales” eran ilegales en muchos estados de Estados Unidos. Así comienza la autora el muy interesante prólogo a la edición española de Más allá de la negritud, editado por Las afueras con traducción de Blanca Gago. El impactante libro, publicado originariamente en 1996, llevaba entonces el revelador subtítulo de Memorias de una madre blanca de dos hijos negros. Su punto de partida no puede ser más atractivo y se resume en esta frase de la autora: “el afortunado incidente por el que acabé amando a un hombre negro y me convertí en madre de dos hijos negros me ha permitido ver el mundo de una forma más honesta”. 

En el prólogo de la edición original, la autora cuenta que intenta “trascender el yo a través de la literatura memorialística, no solo para recordar y escribir experiencias, sino también para comprender su significado más allá del yo”. Aprecia y cultiva la escritura autobiográfica y considera que la escritura del yo es “un acto de fe en las conexiones humanas”. Por eso, plantea reflexiones que van más allá de su vida propia, pero partiendo de ella y contando con honestidad su vivencia personal, la experiencia de una mujer blanca que empieza a aprender y a tomar conciencia de todas las implicaciones del racismo y del legado de la segregación racial en Estados Unidos gracias a sus dos hijos. 

Explica Lazarre que su visita a una exposición sobre la esclavitud en el Museo de Richmond supuso para ella un de esos “momentos del ser” de los que hablaba Virginia Woolf; es decir, una de esas experiencias transformadoras que ocurren cuando “el algodón en rama que es la vida cotidiana se divide inesperadamente, y tras los hábitos de la conciencia ordinaria percibimos una verdad”. No es que se percatara entonces de la gravedad del racismo, por supuesto, pero las historias de tantas vidas destrozadas la remueven profundamente. Con esa exposición como comienzo, la autora reflexiona después sobre su propio proceso personal de toma de conciencia del privilegio de las personas blancas. Siempre desde la perspectiva de una madre blanca de dos hijos negros que se plantea preguntas y empieza también a estudiar la literatura afroamericana, pero siempre trascendiendo sus vivencias personales, la autora aborda el que quizá sea la gran vergüenza de la historia estadounidense, la mayor herida social aún no cerrada. 

Lazarre cita varias veces en su libro el concepto de “identificación imaginativa”, acuñado por el escritor nigeriano Chinua Achebe, que describe la capacidad de comprender y sentir el sufrimiento ajeno aunque nunca lo hayamos experimentado en nuestras propias carnes. Es una idea que apela al lector, en especial, al lector blanco, al que no ha vivido situaciones como las que narra, al que no se ha parado a pensar en ellas. Y, en efecto, no hace falta ser negro ni vivir en Estados Unidos para intentar comprender lo que narra la autora y ponerse en su lugar. El libro habla de la necesidad de escuchar esas realidades que no vivimos en primera persona, pero que están ahí y dañan la vida de millones de personas. 

La autora, que es judía, explica que no hay un museo permanente consagrado a la esclavitud en Washington, y sí un Museo del Holocausto. Ella siente una gran indignación por los contrastes entre el recuerdo de ambas injusticias. Afirma que las injusticias sufridas por la población negra en su país pueden ser tildadas de genocidio. Critica lo que llama la ceguera de muchas personas blancas ante el color, en una postura entre ingenua e ignorante que, incluso aunque pueda tener cierta buena intención, termina por restar importancia a las dramáticas consecuencias del racismo y el legado de la esclavitud y la segregación racial en la vida diaria de millones de personas negras en Estados Unidos. Explica que hay muchas personas blancas que niegan hipócritamente las diferencias “para poder permanecer en su propia atalaya de la diferencia dominante”. 

En este sentido, es muy ilustrativo este pasaje: La blanquitud de la blanquitud es la ceguera de la inocencia voluntaria, es seguir sumido en la inconsciencia, bien por ignorancia, por insensibilidad, por intolerancia o por miedo, ante la historia y el legado de la esclavitud estadounidense; ante la continuidad de la opresión racial en las nuevas generaciones; ante las repetidas humillaciones que sufren las personas negras en este país a diario; ante el patrimonio cultural africano que influye en cada uno de sus habitantes, ya sean de largo arraigo o recién llegados; ante la sociedad racializada que sigue instaurada en Estados Unidos”.

La autora también comparte algunas de sus experiencias como profesora en sus cursos sobre literatura afroamericana. Comparte, por ejemplo, un poema de su alumno Malcolm Williams, que dice: “hoy no quiero ser / vuestro negro cabreado / Soy dos hombres a la vez / un ser humano y un color”. También cuenta el caso de un alumno blanco le echó en cara tener un temario “políticamente correcto”. 

La autora reflexiona sobre la identidad de su hijos y cómo el color de su piel condiciona sus vidas. Recuerda cuando llamaron por primera vez “negro de mierda” a su hijo mayor cuanto tenía cuatro años, y cómo, de adolescentes, sus hijos empezaron a temer a la policía. También cuanta la rabia e impotencia que siente uno de sus hijos cuando ve que una mujer blanca se asusta ante él, como si le fuera a hacerle algo malo. 

Ya casi al final de la obra, la autora hace una preciosa evocación de su cuñado Simeon, muerto por culpa del sida, al que acompañó la familia en sus momentos finales. Recuerda su defensa de la igualdad racial y también de los derechos LGTBI, y de cómo, en aquella lucha, era el homosexual, y en ésta, el negro. O cómo a sus hijos le esperaron alguna vez que no eran judíos de verdad, básicamente, porque eran negros. El racismo siempre de fondo, de forma más o menos explícita, pero permanentemente presente. 

Lazarre termina este maravilloso libro con una reflexión magnífica y, desde luego, ejemplar, aplicable a tantas y tantas situaciones injustas de nuestro mundo: “hay que denunciar las injusticias, por pequeñas que sean, especialmente cuando gozamos de una posición privilegiada, sobre todo cuando la injusticia, en este momento, no está dirigida a nosotros”.

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