Siempre Galicia


Hoy, día de Galicia, es un poco también el día de quienes no somos de allí, pero sentimos aquella tierra como propia. Los que podemos viajar más cerca o más lejos, ir a descubrir esta o aquella ciudad, pero siempre acabamos volviendo a Galicia. Los que estamos enamorados en verano de su categoría de refugio climático en medio del calor asfixiante del resto de la península, porque es un lujo dormir arropados en días de ola de calor. Los que adoramos su gastronomía, sus paisajes, su armonía y la melodiosa musicalidad de su idioma. Los que no entendemos, en fin, un verano ni una vida sin Galicia. 

No es que Galicia necesite que nadie venga a glosar sus virtudes, ni siquiera nos interesa que se corra demasiado la voz y lleguen las aglomeraciones turísticas de otras latitudes, pero hoy me apetece dedicar el blog a Galicia y lo mucho que he disfrutado allí. Recuerdo un primer viaje con mi familia en el que visitamos, entre otros lugares, la coqueta y encantadora isla de La Toja, el precioso pueblo marinero de Combarro o un viaje en barco de mejillones por la ría de Arousa. Pronto llegó también Santiago de Compostela, con su imponente catedral, la plaza del Obradoiro y sus callecitas bellísimas por las que uno no se cansa nunca de pasear. 



Es una ciudad, además, que no deja de sorprender por más que uno la visite. Esta última vez, por ejemplo, visitamos por primera vez la imponente librería Couceiro, que los jueves y los sábados sale además a la calle a vender libros en la preciosa Plaza Cervantes en la que se encuentra. También entramos por primera vez al Museo do Pobo Galego y al Pazo de Fonseca, hoy parte de la universidad de Santiago, y que suele ofrecer exposiciones. Nosotros vimos una sobre Cela y su declarado feminismo, que la muestra intenta defender con cartas del escritor con distintas mujeres artistas y con declaraciones suyas en las que defendía, por ejemplo, el derecho de las mujeres a entrar en la RAE. 



El enamoramiento con Galicia, ya por entonces intenso, terminó de afianzarse con la inolvidable experiencia del camino de Santiago, cuando hice con mi familia en 2015 el tramo final del camino francés entre Sarria y Santiago. Fue de esas experiencias que marcan, por el buen ambiente con los peregrinos de todo el mundo (ese “buen camino” como mensaje constante y universal), por la belleza del paisaje, por las huellas del románico, las localidades por las que pasábamos y la certeza, en fin, de estar viviendo algo especial, mucho más que un viaje, independientemente de las creencias religiosas de cada cual. Somos muchos los que sentimos una especie de estremecimiento cada vez que vemos una flecha amarilla indicativa del camino cuando visitamos localidades gallegas. 



En el verano de la pandemia, entre restricciones y temores, fue en Galicia, dónde si no, el lugar donde empezamos a volver tímidamente a la vida de antes. Concretamente en A Coruña, hogar y casa desde entonces, lugar donde construir recuerdos que se van quedando impregnados en cada rincón y donde fabular futuros. Desde entonces, volver a la ciudad de la Torre de Hércules, el faro romano en funcionamiento más antiguo del mundo, de las playas de Riazor y Orzán, la de la Marina, es una costumbre ineludible del verano. 

Creo que hay un cierto malentendido con el clima de Galicia. Claro que allí llueve, de media, más que en el resto de España, y por supuesto que el sol nunca está garantizado, pero no desdeñaría su cualidad de refugio climático en el verano. Además, no le faltan atractivos a la región para organizar planes alternativos si la mañana de playa se tuerce de repente. En A Coruña siempre hay rutas caminando o a bici, museos o templos culinarios en los que disfrutar. La ciudad de cristal, la de María Pita, que es también ciudad picassiana, nunca decepciona, siempre enamora un poco más que en la visita anterior. 



Con A Coruña como destino ineludible, nos gusta también ir descubriendo o volviendo a visitar otros lugares de Galicia, antes de esos días en el hogar coruñés. El año pasado fue Tui, esa preciosa ciudad fronteriza con Portugal, repleta de historia y que regala un paisaje esplendoroso frente al Miño, cuya catedral impresiona. Este año tocó volver a Baiona y visitar desde allí las islas Cíes. Me habían hablado mucho y muy bien de ellas, pero, aun así, mis expectativas se vieron ampliamente desbordadas. No hay fotos ni palabras que hagan justicia a la apabullante belleza de este paraíso natural, al que sólo se puede llegar en barco y para el que es necesario contar con una autorización especial de la Xunta de Galicia. Se entiende y se celebra este control, porque solo así se puede proteger un espacio tan paradisíaco. No hay papeleras en las islas y apenas hay tres restaurantes y un camping. Proteger la fauna y la flora del lugar es prioritario. Sus aguas cristalinas, sus rutas, la apabullante belleza mires a donde mires… Todo en las Cíes asombra y maravilla. Es uno de esos lugares únicos, que uno sabe que tendrá siempre en el recuerdo, al que deseará siempre volver. 



También Baiona es un lugar al que volver siempre. Fue la primera ciudad europea que supo la noticia del descubrimiento de América, ya que a su puerto llegó Pinzón a bordo de la Pinta el 1 de marzo de 1493. Hoy Baiona recuerda ese hito histórico en distintos puntos de la ciudad. No parece mal sitio para llegar a tierra después de una dura travesía, desde luego. En el imponente Castillo de Monterreal se encuentra el Parador del Conde de Gondomar, que ofrece las mejores vistas sobre la ciudad, con las playas y el puerto de la ciudad de fondo. Además, permite caminar bordeando la fortaleza, en medio de la naturaleza, con el océano de fondo. Impone. Como impone, en fin, la belleza de Galicia, sus tesoros naturales, su historia y su exquisita gastronomía. Hoy, día de Galicia, y el resto de días del año, somos muchos quienes sonreímos al escuchar hablar de esa tierra, al recordar lo vivido en ella y al empezar a planear y soñar ya con nuevos viajes hacia allá. Porque podemos viajar lejos, aquí y allá, pero siempre volvemos a Galicia. 

 

Comentarios