Se calcula que un millón de personas fueron asesinadas en apenas tres meses en 1994 en el genocidio de Ruanda, en el que el gobierno hutu quiso exterminar a la población tutsi. La atrocidad, desatada después del atentado contra el presidente ruandés y el presidente burundés del que los hutus culparon a los tutsis, y tras décadas de mensajes de odio, es de unas dimensiones tan espeluznantes que resulta un reto gigantesco abordarla en una novela. Y, sin embargo, explica el escritor ruandés Gaël Faye, siente que no puede escribir de otra cosa, que aquello no puede caer en el olvido, que quedan muchas historias por contar.
Después de su exitosa primera novela, Petit Pays, también ambientada en Ruanda, Faye, que además de escritor es cantante, publicó Jacaranda, un libro exquisito publicado por Grasset en Francia y editado en España por Salamandra, que obtuvo entre otros galardones el Premio Renaudot y premio Goncourt: la elección de España. Es una historia conmovedora y vitalista, un ejercicio de memoria y un maravilloso ejemplo de cómo la literatura, la buena literatura, es a menudo la mejor forma de abordar la realidad, en especial cuando se tratan cuestiones tan inabarcables, tan indecibles, de tan inmenso dolor y gravedad como en genocidio de Ruanda.
Jacaranda no es una novela de un tema, de tesis, es un libro de personajes. Es a través de ellos, de su mirada y de sus historias, cómo llegamos a conocer la historia del país, antes, durante y después del genocidio del año 94. Se llega a la historia del país, en mayúsculas, siempre de la mano de historias íntimas y concretas de los personajes, que simbolizan distintas generaciones ruandesas y distintas formas de enfrentarse al trauma colectivo del genocidio. Es esa variedad de voces, miradas y perspectivas uno de los grandes aciertos del libro, además de su lirismo, su belleza y su humanidad.
La madre que reniega de sus orígenes, los ancianos que vivieron el genocidio, los que eran sólo unos niños y quedaron marcados de por vida, los hutus que no participaron de la oleada de odio, el hijo de una ruandesa que quiere saber sobre el pasado de su madre, la niña nacida después del genocidio… Todas esas perspectivas aparecen en la novela, lo que contribuye a crear un retrato de la historia reciente y del procedente de Ruanda. La novela llega hasta el año 2000, cuando un virus extraño con origen aparente en China obliga a confinar a la población en todo el mundo.
Milan, el protagonista del libro es el hijo de una mujer ruandesa que nunca le habló de su país de origen. El genocidio es sólo para él algo que aparece en las noticias. Jamás tiene contacto con Ruanda hasta que, de pronto, Claude, un familiar de su edad, es acogido en casa. Llega con una herida en la cabeza, con mucho miedo y sin hablar ni una palabra. Ese encuentro desata en el protagonista la necesidad de saber más sobre el país de su madre, sobre sus orígenes y su identidad. En esa búsqueda, conocerá a su familia materna y hará amigos en Ruanda, un país que intenta dejar atrás el horror, con un claro desarrollo económico, pero también que busca no olvidar, con tres meses dedicados a recordar la tragedia.
“No se viene de vacaciones a una tierra de sufrimientos. Este país está envenenado. Vivimos rodeados de los asesinos y eso nos vuelve locos”, leemos en un pasaje del libro. Lo ocurrido en 1994 lo marca todo, incluso para la mayoría de la población de ese muy joven país, que no habían nacido aún. La novela cuenta historias tremendas de supervivientes, de niños que no sabían que eran tutsis ni lo que eso significaba, y que lo aprendieron de golpe cuando se vieron como objetivo del odio de sus vecinos.
Siempre a través de esas historias personales, conocemos también hitos de la historia de Ruanda, como la huella colonial en el país. En el año 1931 se introdujo el carnet de identidad con mención étnica. Décadas después, Bélgica y la iglesia católica se acercaron a los hutus y rompieron con los tutsis, que hasta entonces eran los más próximos al poder, cuando éstos crearon un partido político contra la colonización y en favor de la independencia de Ruanda. En 1962 se proclama régimen hutu dirigido por el presidente Kayibanda que persigue y estigmatiza a los tutsis. Como ya entonces había miles de tutsis refugiados en la frontera, agita la amenaza de un peligro exterior y crea un clima de terror. El último genocidio del siglo XX no surgió de la nada. También se cuenta en el libro la historia de los tribunales comunitarios llamados Gacaca, que se pusieron en marcha después de la masacre.
Otro personaje clave en la novela, que es un libro muy coral, es el de Stella, la más joven, representante de la generación de quienes nacieron después del genocidio. Ella quiere que su bisabuela le cuente la historia de su familia y siente una fuerte conexión espiritual por el árbol del jardín de la casa familiar, el gran jacarandá que da nombre a la novela. Es hermosa esa idea de mirar hacia arriba, de conectar con la naturaleza y de la memoria de los sitios y los paisajes, que está muy presente en este libro exquisito del que podríamos decir algo parecido a lo que afirma Milan de su primer amor: “con el tiempo, mi amor por ella acabaría por evaporarse, sin jamás desaparecer realmente, dejando un rastro en mí, como uno recuerda, años más tarde, los versos de un poema aprendido de memoria en la infancia”. Porque la buena literatura, y Jacaranda lo es, siempre deja huella.
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