La buena letra

 

Mientras veía La buena letra, la excelente película de Celia Rico Clavellino, basada en la novela homónima de Rafael Chirbes, me reafirmaba en la idea de que las películas que llevan a la gran pantalla un libro tienen un excepcional punto de partida. No digo, por supuesto, que sea automático, ni que no haya películas basadas en novelas que no sean fallidas, pero hay razones fundadas para tener una buena predisposición ante este tipo de proyectos, por la profundidad de la literatura, que es una materia prima sensacional para el cine. Los buenos libros suelen propiciar buenas películas y, desde luego, es el caso

Como las lecturas, en este caso, una película basada en una novela, siempre llevan a otras lecturas, gracias a La buena letra me acordé de libros. Para empezar, recordé aquel verso de Machado popularizado por Serrat que recuerda que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, porque no faltarán quienes piensen que esta película es demasiado triste, pero lo cierto es que lo retratado en ella, siendo ficción, es la pura verdad que vivieron muchas familias y, en especial, muchas mujeres durante la posguerra española. Recordé también Habíamos ganado la guerra, en el que Esther Tusquets cuenta cómo descubrió que pertenecía al bando de los vencidos pese a ser hija de los vencedores y haber gozado de sus privilegios. Y Usos amorosos de la posguerra española, ese ensayo fabuloso en el que Carmen Martín Gaite explica cómo era la vida de la mujer en aquellos años. También recordé Retour à Reims, de Didier Eribon y La place, de Annie Ernaux, por su tratamiento del orden social, el desclasamiento y la vida de las clases populares, temas tan presentes en esta historia. 

Más  allá de lo literario, la película está llena de méritos cinematográficos. Por la forma en la que cuenta la historia, por su fotografía fiel a la realidad de esa familia pobre tras la Guerra Civil española en pueblo valenciano. Por las espléndidas interpretaciones del elenco. Por un guión soberbio que no subraya nunca de más y que cuenta con la complicidad y con la inteligencia del espectador. Por el tono. Por la forma y el fondo de una historia dura y triste, sí, pero real, que merece ser recordada y también, a su manera, bella, porque retrata la dignidad de una familia pobre y vencida en la contienda que se gana la vida trabajando a destajo para intentar darle una vida mejor a su hija.  

No es una película para todos los públicos, no en el sentido de que haya escenas desaconsejadas para ciertas franjas de edad, no, sino porque es una película dura, oscura y conmovedora, que resultará lenta a cierto espectador acostumbrado a otro tipo de cine menos exigente y más complaciente. Para entendernos, es todo lo contrario a esas comedias un tanto simplonas, ultrailuminadas y con diálogos pobretones llenos de chascarrillos para provocar risas baratas. No faltarán tampoco quienes recelen de la película de antemano por prejuicios, tildándola de otra película de la Guerra Civil. Transcurre en la posguerra, sí, pero la realidad es que es sobre todo una historia de personajes, en especial del personaje de la mujer protagonista. Pero tampoco se puede esperar demasiado de quienes descartan una hidalgos sólo por estar basada en un periodo concreto de nuestra historia del que, por alguna razón inconfesable, les molesta mucho que se reflejen las penurias y midieras que pasaron millones de personas. 

Pero, ya digo, La buena letra no es una película de tesis ni que quiera tratar temas, así en general, en abstracto. Es una gran historia de personajes. El título, hermoso y poético, con dobles lecturas, alude a la iniciativa que tiene un matrimonio de escribir cartas ficticias suplantando al hermano de él, al que da por muerto, para que su madre (Teresa Lozano) tenga cierta esperanza. Por iniciativa de su marido (Roger Casamajor), Ana (inmensa Loreto Mauleón) lee los escritos de su cuñado, conoce sus sueños, sus aspiraciones vitales, su sensibilidad, para poder así imitar su letra, y se inventa una vida para él en Buenos Aires (qué evocadora es siempre la capital argentina). Hasta que un buen día, ese hombre al que daban por muerto (Enric Auquer) aparece. 

La película sigue la evolución de Ana en su relación con los distintos miembros de su familia y, posteriormente, también con la mujer de su cuñado, a quien interpreta Ana Rujas, y que será un modelo distinto de mujer para ella: viste pantalones, lee novelas, no quiere hacer las tareas domésticas, se pone perfume y se niega a ocupar un rol secundario en la casa, a la sombra de los hombres. Es maravilloso cómo la película cuenta con distintas capas, no es maniquea, ni juzga a sus personajes, todos ellos, en el fondo, víctimas de una situación de terrible justicia y desigualdad, pero que responden de un modo distinto ante ello. 

El filme tiene mucho de costumbrismo, muestra cómo era la vida de las personas pobres, en especial, de las familias vencidas en la Guerra. El centro de la película, la mirada desde la que se cuenta la historia, es Ana, esa mujer entregada a su familia y que también cose ropa para llevar más dinero a casa. Le encanta el cine, sueña con conocer París, pero su vida es de trabajo constante, no tiene espacio para los anhelos y esperanzas, ni siquiera se ve digna de entrar en una cafetería. Su evolución, la dignidad de la pobreza, su empeño por darle una vida feliz pese a todo a su hija, la mirada silenciosa a la mujer de su cuñado, de quien le llaman la atención sus vestimentas y sus formas… Todo está contando con mucha sensibilidad. Atraviesa la película la clase, un tema poco abordado en el cine español. Y también el desclasamiento la facilidad con la que alguien proveniente de las clases bajas se puede dejar deslumbrar en cuanto asciende medio peldaño en el orden social. La buena letra, en fin, es una película excelente, tan dura y exigente como admirable y exquisita en fondo y forma, con un gusto clásico, con el encanto del buen cine, ese que a veces es exigente, que no lo pone fácil, pero que vale mucho la pena. 

Comentarios