A Paula Ortiz le gustan los retos y, además, se le dan extraordinariamente bien. Lo demostró con La novia, su deslumbrante versión cinematográfica de la lorquiana Bodas de sangre, y lo volvió a confirmar con Teresa, con la que lleva al cine la obra La lengua en pedazos, de Juan Mayorga, que fabula una conversación entre Teresa de Ávila y un inquisidor. Ahora la directora zaragozana firma su mejor película, y el listón estaba altísimo, con La virgen roja.
Por supuesto, quien no conozca la historia real que narra la película saldrá del cine noqueado, pero lo valioso de este filme soberbio es que quienes sí conocíamos la historia no salimos menos conmocionados. De hecho, el final de la protagonista se desvela nada más empezar la película, en lo que es toda una declaración de intenciones. Visualmente, la película es apabullante, contiene algunas de las interpretaciones más fascinantes que uno recuerde (lo de Najwa Nimri es de otro planeta) y aborda tantos temas relevantes con tanta profundidad que parece milagroso. Un reto mayúsculo solventado con una solvencia magistral.
Todo en La virgen roja está en su sitio. Nada sobra ni falta. Todo en el filme es excelente: el retrato de los personajes, los diálogos, la capacidad de trascender la historia concreta que narra para plasmar un retrato de la sociedad española de los años 30, su forma de incomodar, hacer reflexionar y cautivar al espectador, porque hay momentos estremecedores seguidos de otros de una belleza portentosa. Y, como siempre en las películas de Paula Ortiz, también destaca el cuidado exquisito a la palabra, con diálogos poderoso en el centro de la trama.
Hildegart Rodríguez, a quien da vida Alba Planas, fue concebida por su madre Aurora como una mujer proyecto, como el modelo de la mujer del futuro. Empezó a hablar con apenas ocho meses, a los tres años escribía, a los ocho hablaba seis idiomas, a los 17 ya era licenciada en Derecho, la abogada más joven de España, y cuando murió con 18 años había publicado quince libros. Murió asesinada por su madre de tres disparos porque ese proyecto no funcionó y temía que su hija, su creación, se desviara del camino que ella le había marcado.
La película reflexiona sobre los riesgos del fanatismo y cómo el sueño de la razón produce monstruos. Muchas de las tesis de la madre de Hildegart son más que ciertas: la injusticia de la situación de desigualdad que sufren las mujeres, la necesidad de transformar la sociedad, pero su fanatismo enfermizo y su despreciable forma de moldear a su hija, de anteponer sus ideas a las personas, se muestra en el filme con toda crudeza. Ella considera que el amor es una debilidad, que sus ideas están por encima de las personas, esas mismas personas a las que dice querer defender. Y la película habla muy bien de muchos más temas: el feminismo, el compromiso político, las clases sociales o, particularmente, el contraste entre el mundo de las ideas y el mundo real.
Hay dos personajes secundarios, pero cruciales en la película, porque surgen como punto de conexión con el mundo real de Hildegart, porque la empujan a replantarse su vida y el sometimiento a su madre. Son Macarena (Aica Villagrán), la asistencia de la casa, y Abel (Patrick Criado), un joven militante socialista lleno de ilusiones y esperanzas. Ambos personajes, muy bien interpretados.
En una charla con Hildegart, ella le dice al joven que todo está en los libros, a lo que él responde que hay más mundo fuera de los libros. Entre esas otras muchas cosas está el amor y pocas escenas más bellas recuerdo últimamente en el cine como una cita entre ambos. Prodigiosa. En otra escena memorable del filme, Macarena le espeta a Hildegart que sus discursos están muy bien, pero que la vida real no funciona así, que el dinero marca diferencias y que ella, el en fondo, es una privilegiada por el acceso a tanta educación y cultura, algo impensable para la mayoría de las mujeres en aquella época.
Es ese contraste entre las ideas y la realidad, entre las discusiones de salón y la vida corriente de la gente, entre los que se plasma en un papel y su ejecución en la vida real, uno de los grandes pilares de la película. Otro, sin duda, es cómo dialoga con la actualidad en muchos sentidos, porque la sociedad española de hoy es bien distinta a la de hace casi un siglo, pero hay situaciones, comentarios y tics machistas que, desde luego, permanecen. Si a todo ello sumamos un excelso trabajo para recrear el Madrid de aquella época (impactan las escenas de las calles el día de la proclamación de la II República) y la maravillosa música de Juanma Latorre y Guille Galván, además del resto de apartados llamados técnicos, se confirma esa sensación de asistir a una película impecable y cautivadora. La mejor de Paula Ortiz y una de las mejores del año. Absolutamente portentosa.
Comentarios