En las películas de Paula Ortiz hay mucho cine. Ya deslumbró con La novia y se reafirma ahora con Teresa como una de las cineastas más singulares y con una voz propia más marcada del presente. Una directora a seguir de cerca con un universo propio. Si con su extraordinaria opera prima llevó al cine una versión de Bodas de Sangre, de Lorca, esta vez de acerca a la figura de santa Teresa de Jesús, al adaptar la obra teatral La lengua en pedazos, de Juan Mayorga. Encajan a la perfección los universos de Mayorga, uno de los mejores directores teatrales de nuestra historia reciente, que también es guionista del filme, y Ortiz. El exquisito cuidado del lenguaje, la apabullante fotografía, el lirismo, las escenas cautivadoras, los silencios, las miradas... Es una película portentosa, en estado de gracia.
Suena a obviedad eso de que en las películas de Paula Ortiz hay mucho cine (son películas, ¿qué van a contener si no?) pero no lo es en absoluto. De hecho, últimamente cada vez son más habituales las películas con poquito cine dentro, casi nada, unas migajas. En Teresa, igual que antes en La novia, la directora crea imágenes muy poderosas, construye mundos. Juega fuerte, lo cual también se agradece porque cada vez se ve menos. Tiene una voz propia, asume riesgos, no teme ser incomprendida, no negocia el lirismo de la puesta en escena de sus historias. Cada plano es como un cuadro barroco, hay imágenes muy sugerentes, de una belleza arrebatadora, de una imaginación portentosa.
Tantos siglos después, la figura de Teresa de Ávila sigue fascinando. Estos últimos años ha habido versiones de todas las clases sobre su figura, lo que hace difícil aportar algo nuevo, una aproximación diferente. Paula Ortiz lo consigue con su lirismo, con su celebración de la palabra (esos parlamentos deliciosos) y del cine en estado puro, cine vivo, cine que cautiva. La película que ahora puede verse en cines tiene una extraña y muy valiosa combinación de tradición y modernidad, de fidelidad a la figura más canónica de la santa y la irreverencia y originalidad de la puesta en escena. En el fondo, Teresa de Ávila es inabarcable, es un tótem de la historia de nuestro país en muchos sentidos.
Apabulla visualmente la película y no lo hacen menos las descomunales interpretaciones de Blanca Portillo, sencillamente impecable, y Asier Etxeandia, que aquí da vida con su habitual oficio a un inquisidor que interroga a la religiosa por su personal forma de entender la fe y conducir su vida, que tanto incomodó al poder eclesiástico de la época. La película, repleta de metáforas y contrastes (ella, de blanco; él, de negro), celebra la palabra, los versos de santa Teresa, pero a la vez plantea hasta qué punto unas mujeres con voto de silencio perturbaron a los poderes establecidos. De nuevo, el contraste: el silencio y la palabra, lo que trasciende, lo que no se puede nombrar ni explicar.
Vemos a una Teresa amante de los libros, de los que dice que siempre tiene sed, porque "si lees libros, te conducirás; si no, serás conducido". Una Teresa que reivindica el papel de las mujeres en la sociedad ("a poco que hagamos las mujeres se juzga exceso. No hay acierto de mujer que no se ponga bajo sospecha"). Se habla de fantasía, de imaginación, de espiritualidad, de fe, de amor, de duda. Quizá no es una película para todos los públicos, para todos los paladares. Cada cual tiene sus gustos, por supuesto. He leído críticas de todo tipo sobre Teresa. A mí la película sobre la mística me ha fascinado. Me deja atónito que la película no cuente con ni una sola nominación a los Goya ni a los Feroz. Se me escapa por completo. Pero los premios son algo prosaico que como bien sabemos poco tienen que ver con la calidad real de las películas.
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