Después de la extraordinaria Maixabel, Icíar Bollaín vuelve a contar la historia real de una mujer fuerte y valiente en la sobresaliente Yo soy Nevenka, estrenada recientemente tras su paso por el Festival de San Sebastián. En aquella película, la directora se acercaba a la figura de Maixabel Lasa, la viuda de Juan María Jáuregui, asesinado por ETA, una mujer que ha trabajado por la convivencia de forma admirable y se reunió con los asesinos de su marido en la cárcel, ante las críticas y la incomprensión de no pocas personas. El nuevo trabajo de Bollaín muestra la historia de Nevenka Fernández, que con 24 años fue elegida concejal del ayuntamiento de Ponferrada y que sufrió acoso sexual por parte del entonces intocable alcalde de la localidad leonesa, Ismael Álvarez.
La interpretación de Mireia Oriol, llena de matices, muestra la fortaleza de esa mujer y también su enorme vulnerabilidad ante la situación espantosa de acoso que sufrió por parte del alcalde, a quien da vida con solvencia Urko Olazabal. Es un acoso de manual. Al principio, la relación empieza a ser fluida, pero pronto se transforma. Él, alcalde todopoderoso de la localidad, jefe de ella, abusa de su posición de autoridad. Es un cacique populista, esa figura tan española, de puertas para fuera, y un baboso acosador en el interior, que siempre dice que se arrepiente, que pide perdón, pero que vuelve una y otra vez a culpabilizar y manipular a la víctima. La simple posibilidad de denunciarlo es vista por el entorno de Nevenka como una locura. Es él, el alcalde al que todo el mundo venera, el político en tendencia ascendente del partido que gobierna el país. ¿Quién la va a creer a ella?
La película, plena de aciertos, tiene quizá como sus puntos más fuertes la forma tan realista y, por momentos, hasta angustiosa, en la que muestra la tremenda incomprensión a la que se enfrenta la protagonista y el miedo que provoca su acosador. También es un preciso retrato de la España de la época, en la que sencillamente no se entendía que pudiera haber acoso de un hombre a una mujer si en algún momento ambos se han llevado bien o incluso han tenido una relación sentimental. Hay varias escenas estremecedoras muestran el drama terrible que sufrió esta mujer. En cuanto al retrato social, pocas imágenes del filme ilustran mejor el entorno adverso al que se enfrentaba como una breve recopilación de declaraciones de vecinos y vecinas de Ponferrada a las televisiones, así como repugnantes comentarios en medios de comunicación como uno nauseabundo de Ana Rosa Quintana.
Venimos de ahí, exactamente de ahí, y el cine es un medio excelente para retratarlo. En aquel tiempo, principio de los 2000, mucha gente no creyó a Nevenka y la atacó severamente. Ella tuvo que salir de España, donde no encontró trabajo. Pero es que en 2011, Ismael Álvarez, ya expulsado del PP y con su propio partido, sacó once concejales en las elecciones municipales. Y, más reciente aún, el ayuntamiento de Ponferrada no contestó a la petición del equipo de la película de rodar el filme en sus calles. España ha cambiado en materia de igualdad, pero tenemos, sin duda, mucho que avanzar. También por eso seguido la necesitando películas como esta.
La película también muestra que hubo gente buena que ayudó a Nevenka, personas que se pusieron de su lado e estuvieron en el lado correcto de la historia, como su actual pareja, Lucas (Roberto Gómez) o como Charo Velasco (Lucía Veiga), la concejal del PSOE, líder de la oposición, que renunció a hacer política con este tema y apoyó a Nevenka Fernández. También se retrata a gente con actitudes execrables como el fiscal del caso, José Luis García Ancos, que le hizo preguntas impresentables con un tono inquisitorial a la víctima, como si fuera la acusada.
La película aporta algo distinto al documental sobre este caso que estrenó hace unos años Ana Pastor, y que sin duda también es muy notable y ayudó y recordar aquella tremenda historia. Icíar Bollaín firma una película sensible que hace justicia, con buen pulso narrativo y con la función del cine social de trascender también el caso concreto que aborda para mostrar las costuras de una sociedad y un tiempo.
Hay una falacia muy extendida que dice que el tema que aborda una película no importa, porque debe ser juzgada específicamente por criterios estrictamente cinematográficos. Claro que una película con buenas intenciones que aborda un asunto importante puede no ser una buena película, y viceversa, pero es bastante mentirosa esa idea según la cual hay una línea perfectamente definida entre las emociones que despierta una película, siempre sospechosa para según qué críticos, y los criterios estrictamente cinematográficos. Eso es falso. Y menos mal, porque si así fuera, el cine y la cultura en general serían muy aburridos. La realidad siempre es más compleja. Lo cierto es que todo influye, pero no tiene sentido acercarse a una película, una novela o una obra de teatro como si fuéramos un científico en un laboratorio examinando unas muestras. Es bastante absurdo. Claro que importan los aspectos cinematográficos, dónde se pone la cámara, cómo se rueda la historia, el guión, las interpretaciones. Por supuesto. Pero la historia contada, la forma de acercarse a ella, lo que provoca en el espectador, importa y es indistinguible de esa supuesta e imposible mirada objetiva que valore a la película de forma aislada de lo que cuenta, de su toma de postura, del bien que hace, de cómo invita a la reflexión.
Soy Nevenka funciona como película, con criterios estrictamente cinematográficos y, además, y es más importante, cuenta una historia que merece ser contada y reconocida. Todo va de la mano y es imposible separado. El cine es lo que es, nos emociona y conmueve como lo hace, porque en él no solo vemos planos determinados o decisiones técnicas y narrativas, sino historias que nos remueven y hacen pensar. Así ocurre en el formidable último trabajo de Icíar Bollaín, que reivindica a una mujer admirable.
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