Por qué ser inteligentes no nos hace menos estúpidos


En este mundo nuestro plagado de teorías de la conspiración y creencias irracionales es frecuente preguntarnos cómo es posible que tanta gente crea cosas tan carentes de toda lógica y sin base alguna en la realidad. Menos frecuente es, claro, que nos preguntemos por cuáles son las creencias irracionales que tenemos cada uno de nosotros. Por qué pensamos de una determinada manera o tenemos esta o aquella opinión, por más que la realidad no lo apoye en absoluto. Por qué a menudo decidimos creer sólo aquello que nos da la razón. Puede resultar consolador pensar que las personas que actúan de forma irracional son siempre las otras y que, además, siempre son personas poco menos que analfabetas, pero lo cierto es que muchas veces son personas inteligentes las que sostienen ideas delirantes, incluidos, claro, nosotros mismos. 

En Por qué ser inteligentes no nos hace menos estúpidos. O cómo la filosofía puede salvarnos de nosotros mismos, Steven Nalder y Lawrence Shapiro intentan responder esa pregunta y dar pistas sobre cómo razonar de forma adecuada y, por lo tanto, desechar aquellas ideas sin fundamento. El libro, editado por Bauplan con traducción de Carlos Muñoz Somolinos, es muy interesante y tiene un enfoque didáctico, con verdadero interés por descubrir qué lleva a personas inteligentes a adoptar ideas irracionales y, lo que es peor, a aferrarse a ellas incluso cuando se les presentan evidencias que las desmontan. 

El libro comienza citando toda clase de teorías de la conspiración, desde el negacionismo del cambio climático a los antivacunas o quienes creen que a Trump le robaron las elecciones de 2020. “Nada fundamenta estas creencias y hay suficientes datos al alcance de cualquiera que prueban, de hecho, que son falsas. Aun así, hay gente (incluso formada, inteligente e influyente) que sigue aferrada a ellas. El economista Paul Krugman, columnista del New York Times, ganador del premio Nobel, las llamó ‘ideas zombies’: siguen circulando después de muertas, desmentidas y refutadas”, explican los autores. 

¿Qué se puede hacer para evitarlo? La clave está en la filosofía. Se explica en el libro que la sabiduría es una forma de autoconocimiento y que, según sostenía Sócrates, “una vida sin examen no merece la pena ser vivida”. Esa reflexión planea sobre toda la obra. La forma de evitar caer en malas ideas o de cegarnos por prejuicios es analizar por qué pensamos cómo pensamos, qué base real tienen nuestras ideas. También se recuerda que somos herederos del legado intelectual de la Europa de la Edad Moderna, caracterizada por el compromiso de adaptar las teorías a la evidencia empírica, no a la autoridad ni a la tradición. Esa herencia que ahora se está traicionando en todo el mundo a golpe de políticos extremistas, bulos y teorías de la conspiración. 

Los autores explican que quienes sostienen las ideas conspiranoicas o sostienen planteamientos irracionales no son estúpidos. “Podemos estar seguros de que los defensores de la hipótesis de que la Tierra es plana han cometido errores en algún punto de su razonamiento, pero un rasgo muy sorprendente de esta comunidad es la inteligencia de sus argumentos erróneos”, afirman. ¿Qué pasa entonces? Son personas epistémicamente obstinadas. Frente a este riesgo, los autores defienden el evidencialismo, en la senda de Descartes, es decir, que la gente sólo debería creer algo si tiene suficientes datos para fundamentar su creencia. Eso sí, una versión moderada del evidencialismo, porque a veces es prudente creer en algo sin pruebas. 

Es importante saber que una creencia puede estar justificada y ser falsa. Hay argumentos válidos aunque conduzcan a conclusiones equivocadas. Por eso es importante que los argumentos sean sólidos. El libro habla del razonamiento deductivo y también del inductivo, que usamos todo el rato. A veces, está  justificado (cuando vuelves a casa del trabajo crees que seguirá en pie, aunque no tengas pruebas de ello). Pero el pensamiento inductivo a veces nos pone trampas, sobre todo, cuando no se usan muestras amplias. Por ejemplo, la fundación Gates financió proyectos para transformar colegios e institutos en centros más pequeños porque había estudios que decían que en centros de menos tamaño había más proporción de alumnos excelentes. Se comprobó que era un error. Sencillamente, la muestra en esos centros es demasiado pequeña y eso hace que haya grandes variaciones. 

También aparece en el libro el tan común  sesgo de confirmación, esa tendencia humana a creer aquellos planteamientos que nos dan la razón. Un término interesante es el de akrasia (ausencia de poder, en griego), que puede traducirse como debilidad. Platón creía que era un problema real consistente en que, a veces, la gente con conocimiento estaba inclinada a hacer lo correcto y, no obstante, actuaba voluntariamente de forma contraria a ese conocimiento, por pasiones o deseos, por ejemplo. Es decir, alguien puede ser inteligente y culto, pero termina abrazando teorías de la conspiración porque así puede apoyar a su líder político o creer en su ideología de forma ciega. Sabe lo que es correcto y lo que no, pero hay pulsiones más fuertes que lo dominan. 

El libro reivindica la sabiduría, aunque sea una palabra que suene viejuna. Una persona sabia es alguien que lleva a cabo buenos razonamientos. Se explica que la sabiduría no es mero conocimiento, tiene repercusiones en la acción. Una persona sabia hace lo correcto porque ve que es lo correcto y desea hacerlo sólo por esa razón. Como antídoto a la epidemia de malas ideas que corren el mundo, en fin, el libro señala a la filosofía: el método de Descartes, que pasa por eliminar los prejuicios y las ideas preconcebidas, y la actitud de constante examen ante la vida que promulgaba Sócrates, y que puede resumirse en esta sentencia precisa: si es cierto que llego a ser más sabio que otro, es sólo en esta pequeña medida: no creo saber lo que no sé”. Cuánto mejor nos iría si no fuera tan habitual creer saber lo que en realidad no se sabe. 

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