El colgajo

Hay libros que destacan por lo que cuentan. Tal vez no tienen el mejor estilo, pero la fuerza de la historia es tan arrolladora que arrasa con todo. Hay otros que sobresalen por cómo lo cuentan, en los que la trama importa menos, o nada, porque no hay trama realmente, ni falta que hacen. Son libros cuyo fuerte es el estilo. Pero hay muchos menos libros que impresionan a la vez por lo que cuentan y por cómo lo cuentan. El colgajo, de Philippe Lançon, es uno de ellos. Una obra extraordinaria, de las más impactantes que he leído en mucho tiempo


El libro, editado por Anagrama, es impactante por lo que cuenta el autor, un superviviente al atentado terrorista contra Charlie Hebdo, revista satírica para la que colaboraba, y que  intentaron silenciar a tiros dos yihadistas en enero de 2015. Es, pues, el testimonio de un superviviente, de un testigo de aquel salvaje atentado. No murió, pero su cara quedó desfigurada y tuvo que someterse a multitud de intervenciones quirúrgicas para poder reconstruir su mentón. También le quedó el espantoso recuerdo de los disparos, de ese instante en el que la violencia terrorista interrumpió la reunión de contenidos de la revista. Pero es mucho más que eso. Es una obra excepcional, con un estilo portentoso, no por alambicado, sino por sencillo y directo. 

El autor esquiva los riesgos de una obra con semejante carga emocional. No hay odio, ni rencor, ni sentimentalismo, ni autocompasión. Con frases directas, con continuas referencias culturales al cine, la música y la literatura que le ayudan a recuperarse, el autor narra de forma fría el atentado y, después, con minuciosidad y valentía su deambular por distintos hospitales. Primero, para estabilizarse. Después, para intentar recuperar al habla, volver a masticar. Y, mientras, el recuerdo de lo ocurrido, la compleja relación con todas las demás personas que no han vivido algo así, es decir, con todo el mundo. La atención de su familia y amigos. La extrañeza de su nueva vida, de su nuevo yo, porque ya no se siente el mismo, se ve diferente, ya no es el mismo hombre que, a última hora, decidió acudir a la reunión de Charlie Hebdo antes de ir a Libération, periódico en el que también colaboraba. 

Es un libro muy valioso, casi diría que prodigioso, por el tono en el que escribe Lançon sobre su propio drama. En un pasaje de la obra, el autor cuenta que su novia le enviaba historias de supervivencia de personas que sufrieron accidentes, pero volvieron a retomar su vida como antes. Escribe Lançon: "habían escrito libros ejemplares, a la americana, para contar su 'lucha', celebrar la voluntad y explicar hasta qué punto la adversidad los había hecho más fuertes haciendo que la vida fuera más bonita. Por supuesto, los libros estaban dedicados a sus familias, sin las cuales, etcétera. Los estrados y las televisiones americanas estaban plagados de esta clase de supervivientes que transformaban la superación de una desgracia en un show evangélico. Como no podía hablar, aquella sarta de bobadas voluntaristas me ponían aún más de los nervios". Pues bien, El colgajo es todo lo contrario. Es decir, un libro excepcional. 

Comienza el libro con la asistencia del autor a una representación de Noche de Reyes, de Shakespeare, donde le marcó especialmente una frase: "nada de lo que es, es". Naturalmente, Lançon no podía imaginar de la relevancia que aquella frase tendría sólo unas horas después, aquel 7 de enero en el que todo cambió. Tras el accidente, cuando le dicen que tardará un año en recuperarse (tiempo que después será mayor), siente que, en efecto, "nada de lo que te dicen que es, cuando entras en un mundo en el que lo que es no puede en verdad decirse"

No es El colgajo un libro macabro ni morboso, pero no ahorra Lançon pasajes durísimos, para empezar, del propio atentado. Por ejemplo, cuenta que Tignous, uno de los dibujantes asesinados por los yihadistas, murió con el bolígrafo entre los dedos. Describe el autor con frialdad el ataque, como si fuera un simple testigo tras una ventana, pero lleno de dolor, aunque no lo trasluce en sus palabras. Paralizado, en realidad, incapaz de procesar lo que acaba de ocurrir. Y describe también su recuperación, las noches sin dormir, las continuas operaciones, la sensación de cierta comodidad y seguridad, de protección, que le daba el hospital. Su miedo a volver a la vida normal. La relación especial que entabló con su cirujana. Esa extraña serenidad que le invadió tras la masacre. 

Apenas aparecen en la obra los asesinos. No hay espacio para el odio, tampoco, naturalmente, para la estúpida tibieza de cierto discurso que, ante cada atentado, busca más rápido comprender a los asesinos que empatizar con los asesinados. El autor se siente mal cuando le invade miedo al ver a personas árabes, sabe que no es justo. Y también se disgusta cuando su hermano emplea términos gruesos contra los terroristas. "Cargarse, cabrones, nunca había oído esas palabras en boca de mi hermano, no era en absoluto su estilo. Comprendía la disonancia, consecuencia de la emoción, pero estaba sorprendido. No habría querido violencia de ningún tipo en aquella habitación, ni en mi propia vida", escribe. 

La forma en la que el autor asume que, de alguna forma, él ya no existe, es otra persona ("aquel amasijo de carnes cubierto de tubos y heridas al que llamaban señor Lançon") va acompañada de una descripción precisa de su proceso de recuperación, de lo que siente, de lo que le ayuda a salir adelante. Y también, lo cual resulta especialmente admirable en una situación como la que ha sufrido Lançon, con el humor, como un pasaje en el que escribe: "casi se me cae la baba de la alegría, aunque no necesitaba ninguna emoción para que se me cayera la baba". Lo dicho, El colgajo es un libro excepcional por lo que cuenta, por cómo lo cuenta y por quién lo cuenta. Una obra imprescindible. 

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