Día de las librerías

Es mucho lo que se ha escrito y dicho sobre las librerías, pero lo más importante es lo que se ha vivido en ellas. Las librerías son de los pocos templos que nos van quedando (las que nos van quedando), de los pocos que valen la pena. Entrar en una librería, da igual la ciudad o el país, es como acogerse a sagrado, porque rodeado de libros uno se siente a gusto, feliz, en casa. Una librería es un mundo, miles de mundos juntos, en realidad, todo un universo de historias donde dejarse sorprender. Las librerías, que hoy celebran su día, aunque nos alegran todos los días del año, son lo que se ha vivido en ellas y lo que nos queda por vivir. 


La feroz (y desleal) competencia de gigantes digitales como Amazon ha puesto en una situación delicada las librerías. Pero ningún algoritmo podrá sustituir nunca a la recomendación de un librero, a la pasión por la literatura de una librera. Las librerías son templos y, como tal, deben ser disfrutados. Pero son cualquier cosa menos un templo solemne, porque allí vamos a divertidos. En las estanterías hay historias que relatan milimétricamente lo que nos pasa escritas hace décadas, siglos. También hay historias de las que los desconocemos todo, pero que nos llevan lejos. Hay ensayos que nos ayudan a entender mejor el mundo, poemarios que se inventan otro mundo, novelas que nos conmueven, nos agitan, nos revuelven, nos emocionan, nos divierten. Todo está en las librerías. Mucho de lo mejor de la vida está ahí. Por eso son tan importantes, por eso se merecen un día al año y tantos cuantos hagan falta. Por eso todo amante de la lectura conserva el recuerdo de alguno de estos templos. Su librería de referencia o aquella maravillosa que visitó por casualidad en un viaje. 

Hoy es un gran día, como otro cualquiera, para recordar la fabulosa sensación de detener el tiempo que se siente cuando se entra en Shakespeare&Company, la librería parisina que contempla desde el margen izquierdo del Sena la catedral de Notre Dame. Gran ejemplo, por cierto, de cómo los libros siempre unen y rompen barreras, porque es una librería en inglés en el corazón de París, que celebra las ideas y las creaciones literarias en otros idiomas, de otras nacionalidades. Entre otras cosas, porque la literatura no tiene nacionalidad, porque una librería es una patria en la que siempre se está en casa, en lo que no hay nosotros y ellos, ni patrioterismos baratos, en la que hay más dudas (benditas dudas) que certezas, más preguntas que respuestas, más reflexiones que verdades absolutas. 

También recuerdo, claro, El Ateneo Gran Splendid, la inmensa y bellísima librería de Buenos Aires, que antes fue un teatro y que destina ahora los palcos a zonas de lectura. Una librería extraordinaria, un paraíso que visité dos días de los cuatro que estuve en la capital argentina, una ciudad literaria, con librerías por todas partes. O esas librerías de viejo en el barrio de San Telmo, donde compré un par de ejemplares antiguos de distintas obras de Jorge Luis Borges. Recuerdo hoy ese rincón en el callejón de oro de Praga donde vivió Kafka y donde escribió Un médico rural. O La familia, un café librería en Lima, que también descubrí de casualidad el año pasado en el inolvidable viaje a Lima. Me acuerdo también de los distintos espacios de La Central, en Barcelona (ciudad librera por excelencia, epicentro del día más bello del año, Sant Jordi) y en Madrid. O de las librerías de viejo, o de aquellas de libros de segunda mano con precios de saldo. O también de la Cuesta Moyano, en Madrid, esa librería al aire libre permanente en la capital, donde dejarse sorprender. O la maravillosa Ocho y medio, espacio librero y cinéfilo en la milla de oro del séptimo arte en Madrid. O Bertrand, en el delicioso Barrio Alto de Lisboa, que es la librería más antigua del mundo, fundada en 1732. 

Recuerda muchas librerías especiales, muchísimas, pero quizá hoy sea un día magnífico para reivindicar esas otras librerías, las que no son famosas, las que no visitan los turistas ni hacen mucho ruido. Esas librerías que despiertan amor por la lectura a tantos niños. Las librerías de barrio que luchan contra viento y marea, que sobreviven pese a todo, que mantienen en pie el templo, a pesar de las inclemencias y los riesgos de ahí fuera. Las librerías que más merecen hoy nuestro apoyo, las pequeñas, las gigantescas por su tarea. Las librerías que ponen pasión en cada presentación, en cada club de lectura, en cada recomendación. Las que entienden que el suyo es más que un trabajo, que su templo no es sólo una tienda de libros. Esas librerías, las resistentes, las quijotescas, que son, en realidad, todas las librerías, las que siguen adelante, las que llenan de ilusión sus barrios, merecen hoy y siempre nuestra gratitud. Es mucho lo que les debemos

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