Múnich

Escribo estas líneas recién llegado de Múnich, bajo los efectos de un muy acusado síndrome de Stendhal. Lo aviso de antemano por si algo de lo que sigue (o todo) suena grandilocuente o excesivo. Vuelvo absolutamente prendado de esta ciudad, que transpira calidad de vida en cada rincón. La capital bávara nos recibió el sábado con arcoíris, no de los que salen cuando llueve y hace sol (esos vendrían poco después), sino de los que celebran la diversidad. Había banderas arcoíris por todas partes e incluso en algún edificio oficial, como el de la Ópera, era la única bandera que ondeaba, porque Múnich celebraba su día del Orgullo, el Christopher Street Day, llamado así por la calle del bar neoyorquino Stonewall, donde empezó la lucha por la igualdad y la libertad de todas las formas de amar, sentir y ser hace 50 años. 


Conciertos en las principales plazas de la ciudad, un desfile festivo y reivindicativo, stans de ONG como Amnistía Internacional o una que se dedica a proteger a personas refugiadas LGTBI... Este ambiente libre y diverso le sienta muy bien a Múnich, una ciudad que preserva las tradiciones, pero que no deja de mirar al futuro, abierta, armoniosa, bella. No pudimos tener mejor recibimiento, pero, claro, Múnich es mucho más que eso. Digamos que esa fiesta de colores, libertad y respeto embellecen aún más a la capital bávara, realzan más sus virtudes, pero todas ellas están ahí, a la vista de todos, múltiples y fascinantes, irresistibles. Hay ciudades que gusta visitar y otras en las que uno siente que le gustaría vivir. Munich es claramente de las segundas. 

No es que le falten precisamente monumentos y lugares de interés a la ciudad, pero lo realmente cautivador de Múnich es el ambiente que se respira al pasear por sus calles, la armonía, el ritmo pausado. Estos días no dejaba de pensar que lo que veía no puede ser un decorado, por excesivamente perfecto que resultara casi todo. Personas yendo al trabajo en bicicleta, calles peatonales de ritmo sosegado sin rastro de las prisas de las grandes ciudades, espacios verdes...  Ha sido tal el impacto que me ha causado esta ciudad, la que más gratamente me ha sorprendido en muchos años, que tengo ansias por saber más de Múnich. Leo, por ejemplo, que es una de mas ciudades del mundo con más calidad de vida, según muchos estudios, y que Baviera en general es una especie de oasis en Alemania, un territorio especial, con una muy marcada personalidad y un modo distinto de celebrar la vida (se ven muchas banderas bávaras, blancas y azules, que alemanas, por cierto). 

Todo esto lo desconocía pero uno no tarda en darse cuenta de ello al llegar a la ciudad y pasear por ella. Todo es más limpio, más armonioso, más avanzado. Tiene todo lo que se le puede pedir a una gran ciudad pero sin su estrés habitual ni su ritmo frenético. Múnich es, ese sentido, una especie de milagro, la prueba de que sí se puede contar con las alternativas de ocio, los medios de transporte y las facilidades de las grandes urbes pero sin edificios mastodónticos, crímenes arquitectónicos ni un estrés permanente.  Por cierto, ese orden arquitectónico se debe, en gran medida, a una norma que impide levantar en el centro de la ciudad construcciones más altas que las torres de la catedral. En unos días no se puede tomar conciencia de cómo es una ciudad, claro. Pero el alma de las ciudades, la primera impresión que causan, esta ahí. Y la de Múnich, tan poderosa, tan cuativadora, te reafirma en esa idea de artículos y estudios que la presentan como una especie de rara avis. Seguro que habrá truco, como el invierno duro que tiene que haber por estos lares o el problema del elevado precio de la vivienda, clásico en las grandes urbes, que existe también en la capital bávara, pero Múnich se presenta como una ciudad cosmopolita, diversa y llena de personalidad. 

No pretende este artículo nada más que compartir la fascinación que ha despertado Múnich en mí, lo mucho que me ha cautivado. No quiere ser una guía de visita a la ciudad, ni un artículo en el que se detallen todos los lugares de visita obligada. Como digo, los hay, a puñados, pero lo mejor es dejarse envolver por el encanto de la capital bávara, por el ambiente de la Marienplatz, con el espectacular ayuntamiento neogótico que tres veces al día (a las 11, a las 12 y a las 17 horas) asombra con el carrillón más grande de Europa, que muestra distintas escenas (una boda real, un baile típico de la región...) y que es aún más impresionante que el del reloj de Praga. La calle Kaufinger, peatonal, que desemboca precisamente en la Marienplatz. La catedral, con sus dos torres, símbolo de Múnich, y su aspecto austero, de ladrillo. La iglesia de San Pedro, la del Espíritu Santo. La plaza de la Ópera y la del Museo Residencia. 

Pero si hay algún sitio imprescindible de verdad en Múnich ese es el jardín inglés, de enormes dimensiones, que no tiene nada que envidiar a ningún otro gran parque urbano del mundo (es más extenso que Hyde Park y que Central Park). Es uno de esos lugares en los que se detiene el tiempo, donde los muniqueses y los turistas captan cada rayo de sol. Un escenario idílico, que completan dos atractivos peculiares: la ola artificial en la que se puede encontrar a personas haciendo surf, sí, surf, y el jardín de la cerveza, donde poder comer algo y beber, sobre todo cerveza, al lado de la torre china del jardín. Es un lugar maravilloso, que recorrer a pie o en bicicleta, en el que sentarse a ver la vida pasar, a comprobar hasta qué punto el tiempo puede marchar a distintas velocidades, a respirar aire puro y construir recuerdos inolvidables. 
No acabaría nunca de escribir de Múnich (y eso que no he dicho nada de su gastronomía, con el codillo y toda clase de salchichas como las reinas de la mesa, siempre acompañadas de cerveza, claro), pero voy terminando. Otro lugar singular de la ciudad es su zona olímpica, la que acogió los Juegos Olímpicos de 1972, desde la que hay unas vistas sensaciones de la capital bávara. Obligado es también pasear frente al río Isar, y dejarse sorprender por los parques, otros más, en los que disfrutar a las orillas del río, por las playas urbanas de la ciudad o por la imponente cúpula de la iglesia de San Lucas, posiblemente, la más impresionante de Múnich. 

Todo lo que se ve hoy en día en el centro de Múnich, o casi, está reconstruido piedra a piedra tras los bombardeos de la II Guerra Mundial. Su catedral, por ejemplo, de la que sólo sobrevivieron las torres gracias a que servían de orientación a los aliados en sus bombardeos, se llama iglesia de las mujeres, en homenaje a las mujeres que se encargaron de reconstruirla. Más allá de otras consideraciones, dice mucho de la personalidad de los municheses este empeño por levantar la ciudad tras los bombardeos y dejarla exactamente tal y como era antes, incluidas sus murallas medievales. Múnich nació fruto del acuerdo entre Enrique de León, duque de Baviera, y el arzobispado de la zona, que se llevó una parte de los ingresos generados por el paso por Múnich de la ruta de la sal. El nombre de la ciudad hace alusión, precisamente, a ese origen (el lugar de los monjes). Tal vez por eso conserve la ciudad ese ritmo pausado, esa armonía tan gratificante, esa palpable calidad de vida, que convive con el gran ambiente de sus terrazas y sus parques. Tradición y modernidad. Calma y mucha vida. Ventajas de una gran ciudad y sosiego propio de lugares más pequeños. Múnich, sencillamente fascinante. 

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