París no se acaba nunca

Terminé de leer Umbra, la extraordinaria novela de Silvia Terrón editada por Caballo de Troya, unos días antes de volar hacia una escapada deliciosa en París. En esa obra, ambientada en un futuro lejano en el que imperan el silencio y la oscuridad, un arqueólogo busca los restos de París, "la Atlántida de aquellos siglos". No extraña que la autora eligiera la capital francesa como la ciudad representativa de lo mejor de aquel tiempo que rememora la obra. No hay ciudad más evocadora. París, eterna, bohemia, hermosa, imán de artistas. Hay ciudades de las que gustan este o aquel monumento, ese barrio o el otro. París te desarma, conquista al visitante apabullándolo, sin condiciones y para siempre. La belleza de esta ciudad, más allá del tiempo y el espacio, abruma


Los atractivos de París son innumerables. Pero más que sus museos o sus monumentos, lo que atrapa de la ciudad del Sena es pasear por sus calles y sentir ese algo especial imposible de describir con palabras. Vivir París. Sentirlo. Dejarse envolver por ella. Siempre digo que comparar ciudades carece de sentido, porque cada una tiene su encanto. Si las comparaciones son, de por sí, estériles y siempre terriblemente subjetivas, comparar cualquier ciudad con París es casi un acto de crueldad con el resto de urbes. No existe nada igual. París está en otra categoría. París es París. París lo puede todo. Es una ciudad inabarcable que no termina nunca como tituló Hemingway un capítulo de París era una fiesta, que tomó prestado Enrique Vila-Matas para una obra encantadora en la que evoca su juventud en la capital francesa y constata que, en efecto, París es interminable, imposible de abarcar, plena de vida y atractivos. 

París conserva los ecos de otros tiempos. Lo resiste todo, incluido el paso del tiempo, que suele dejar arrugas y achaques en las ciudades. También los estragos del turismo, del que formamos parte también los que criticamos sus excesos. París lo soporta todo. Su belleza indescriptible se impone a todo lo demás. Algunos parisinos no son particularmente simpáticos y los precios de las terrazas son más bien caros, pero, de nuevo, París y su magia pueden con todo. Esas calles elegantes, esos bistrocs, esas amplias avenidas, los jardines que invitan a a la calma en medio de la locura de la gran ciudad acuden al rescate justo a tiempo y mantienen encendida la llama del idilio con esta ciudad... No concibo una relación con París distinta al enamoramiento y la entrega más absoluta e incuestionable. 

Montmartre sigue siendo el barrio más estimulante de París. Conserva su encanto, aunque haya quien se empeñe en reducirlo, con cierta suciedad en las calles o con la discutible decisión de conceder un espacio excesivo de las terrazas en la Place du Tertre, la plaza de los pintores, que siguen ahí, resistiendo. Pero, de nuevo, París y su poética se imponen. Callejear por Montmartre, disfrutar de las vistas de París al lado de la basílica de Sacre Coeur, encontrar huellas del París artístico bohemio del pasado y grandes nombres de artistas que convirtieron ese barrio en su casa, sigue siendo una de las mejores experiencias que te puede regalar la vida. Cuando visitamos Montmartre había una feria agrícola con alimentos de toda clase. Después comimos en el Moulin de la Gallete, el más famoso molino del barrio, retratado en obras de Renoir, Van Gogh o Picasso. 

La relación de París con la cultura es tan estrecha como cabe esperar de una fuente inagotable de belleza como es la capital francesa. Pintores de todos los países han emigrado durante años a París, que también aparece reflejada con frecuencia en el cine y en la literatura. Rastrear libros en puestos de los buquinistas de París, esos vendedores ambulantes de libros antiguos frente al Sena, sigue siendo un ritual de obligado cumplimiento por mil veces que se visite la ciudad. Siempre sorprende, como lo hace la deliciosa librería Shakespeare & Company, historia viva de París, un templo de la literatura con obras en inglés y espacios destinados a distintos géneros que son como capítulos de una novela. Ya que estamos en el margen izquierdo del Sena, la rive gauche, no se puede dejar de pasear por el barrio latino, respirar el ambiente universitario y visitar el Panteón, un monumento que sobrecoge por cómo cuida Francia su historia. Es inevitable sentir una cierta envidia al visitar el Panteón y su cripta, donde descansan los restos mortales de Voltaire, Rousseau o Pierre y Marie Curie, entre otros hombres y mujeres (lamentablemente, muy pocas) ilustres del país vecino. 

París no se acaba nunca y esta crónica bien podría no terminar jamás, porque París inspira más que ninguna otra urbe del mundo. Es una ciudad a la  que se puede dedicar una vida entera sin llegar a conocerla del todo. Siempre se guarda algo para sorprender en la siguiente visita, que uno desea que sea pronto. 

Como París no es una ciudad convencional y como es imposible e inútil reseñar todo lo vivido, sólo añadiré algo más. Por ejemplo, la Torre Eiffel, claro. De nuevo, París y su encantadora magia, al rescate. Es un amasijo de hierros que en su momento tuvo mucha contestación social entre los parisinos. No es el monumento más bello de París, ni mucho menos. Pero, contra todo pronóstico, también enamora y se convierte en la gran referencia de la ciudad. Uno se orienta por ella y es delicioso encontrarla al fondo, al final de una de las incontables calles deliciosas, que son como un museo al aire libre, como un festival de arquitectura. El Sena y sus puentes, distintos, a cual más hermoso. Los Campos Elíseos. Los jardines de las Tullerías. El excepcional jardín de Luxemburgo, que no había visitado antes. La Concorde. Tantos y tantos lugares, que forman una lista interminable. 

Por supuesto, también están los museos. Capítulo aparte merecen. Todo lo que se puede decir sobre lo inabarcable e inmenso de París se puede afirmar del Louvre, un museo imponente del que ya está todo escrito, con una invitación a perderse un día entero por sus salas, con la pintura, pero no sólo. La colección de esculturas que ofrece la pinacoteca es imponente. 

Esta vez visité también el Museo de Orsay, donde quedé deslumbrado por las obras del impresionismo, el neoimpresionismo y el postimpresionismo. El Orsay, que fue antes una estación a la que llegaron muchos artistas el siglo pasado, como Pablo Picasso, acoge hasta enero la exposición Picasso. Bleu et Rose,  que recorre los periodos azul y rosa de la obra del genio, tan intensamente ligado a París. El Museo Rodin, situado en el hotel en el que él se acogía, y compuesto por sus obras y por su colección personal, donadas por el artista al Estado francés, también merece una visita. Como tantos lugares de París, la ciudad de la luz, la Atlántida de nuestro tiempo, la urbe que no termina nunca. Como canta Zaz en uno de los temas del fabuloso disco que dedicó a la capital francesa, París siempre será París, como seguiremos comprobando tantas veces como sea posible y cuanto antes, mejor. 

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